Cuando mi prima llegó a casa: el precio oculto de la familia
—¿Por qué no compraste la leche deslactosada, Mariana? Sabes que me cae mal la normal —me gritó Lucía desde la cocina, mientras yo intentaba concentrarme en mi trabajo remoto, sentada en la mesa del comedor, con la laptop prestada y el ventilador haciendo un ruido insoportable.
Respiré hondo. Otra vez. Desde que Lucía llegó a vivir conmigo hace tres meses, mi pequeño departamento en la colonia Portales dejó de ser mi refugio. Al principio, la idea era buena: ella venía de Veracruz, buscando trabajo en la ciudad, y yo necesitaba ayuda para pagar la renta y los servicios. «Va a ser divertido, como cuando éramos niñas», me repetía, ignorando la vocecita en mi cabeza que me advertía que la convivencia adulta no es un juego de muñecas.
Pero la realidad fue otra. Lucía llegó con dos maletas, una actitud de reina y cero ganas de adaptarse. El primer mes, todo fue novedad: cocinábamos juntas, veíamos novelas en la noche, y hasta nos reíamos de nuestras desgracias. Pero pronto, las diferencias salieron a flote. Yo, acostumbrada a estirar cada peso, a buscar ofertas en el tianguis y a reciclar ropa de segunda mano. Ella, con su tarjeta de crédito y su obsesión por la ropa de marca, no entendía por qué yo me negaba a comprar un café de 60 pesos en la esquina.
—No es por tacaña, Lucía, es que no me alcanza —le dije una noche, después de que me reclamó por no tener Nutella en la despensa.
—Ay, Mariana, pero para eso trabajas, ¿no? Para darte tus gustos —me respondió, sin entender que mis «gustos» eran poder pagar la luz y el gas a tiempo.
La tensión crecía. Empezó a traer amigos sin avisar, a dejar los platos sucios, a usar mi shampoo caro porque «el suyo se acabó». Yo tragaba coraje, pensando que era temporal, que pronto encontraría trabajo y se mudaría. Pero los días pasaban y Lucía seguía en pijama hasta el mediodía, viendo series y diciendo que «el mercado laboral está bien difícil».
Una noche, después de una discusión por la cuenta del agua, exploté.
—¡No puedo seguir así, Lucía! Yo no soy tu mamá ni tu patrocinadora. Si no puedes aportar, al menos respeta mi espacio y mis cosas.
Ella me miró con ojos de ofendida, como si yo fuera la mala del cuento.
—¿Sabes qué? Siempre fuiste así, Mariana. Amargada, tacaña, incapaz de disfrutar la vida. Por eso nadie te aguanta.
Sus palabras me dolieron más de lo que quise admitir. Me encerré en mi cuarto y lloré en silencio, preguntándome si realmente era tan difícil convivir conmigo, o si simplemente Lucía nunca había aprendido a valorar el esfuerzo ajeno.
Los días siguientes fueron un infierno. Apenas nos hablábamos. Yo salía temprano a trabajar en la cafetería los fines de semana, y ella seguía durmiendo hasta tarde. La casa se sentía fría, ajena, como si ya no fuera mía. Empecé a notar que faltaba comida, que mi ropa desaparecía misteriosamente. Un día, encontré mi blusa favorita en su mochila.
—¿Por qué tienes mi blusa? —le pregunté, tratando de no gritar.
—Ay, solo la tomé prestada. Relájate, Mariana. No es para tanto.
Pero sí era para tanto. Era la gota que derramó el vaso. Esa noche, le pedí que buscara otro lugar donde quedarse. Lloró, me insultó, me dijo que la familia no se abandona. Pero yo ya no podía más. Llamé a mi tía en Veracruz, le expliqué la situación y, aunque me sentí la peor persona del mundo, supe que era lo correcto.
Lucía se fue una semana después, dejando tras de sí un departamento desordenado y una tristeza que me duró meses. La familia me juzgó, me llamaron egoísta, pero nadie vino a ayudarme con la renta ni a limpiar el desastre. Aprendí que a veces, por más que ames a alguien, tienes que poner límites para no perderte a ti misma.
Ahora, cada vez que paso por el cuarto vacío, me pregunto si hice bien. ¿Era mi deber aguantarlo todo por ser familia? ¿O está bien priorizar mi paz mental, aunque eso signifique quedarme sola?
A veces, la sangre no basta para sostener un hogar. ¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Hasta dónde llega el sacrificio por la familia?