Cuando mi vecina se fue: Cuidar a Doña Evelyn me devolvió la vida

—¿Y si no vuelvo a ver a mi hija? —me preguntó Doña Evelyn con la voz quebrada, sus manos arrugadas aferradas a la taza de café como si fuera un salvavidas.

No supe qué responderle. Apenas hacía dos semanas que Lucía, mi vecina de toda la vida, había partido a España para trabajar como enfermera. Yo, recién jubilada y con los días extendiéndose como un desierto interminable, acepté sin pensarlo mucho su pedido: “¿Podrías pasar a ver a mi mamá de vez en cuando? No quiero que esté sola.”

La primera vez que crucé la puerta de la casa de Doña Evelyn, sentí el peso de los años en el aire: fotos enmarcadas de niños que ya eran adultos, un rosario colgando de la cabecera, el olor a sopa de pollo y eucalipto. Me senté frente a ella, sin saber si debía hablar o simplemente escuchar. Ella me miró largo rato, como si intentara recordar quién era yo.

—¿Usted es la hija de Teresa? —me preguntó finalmente.

—Sí, Doña Evelyn. Soy Marta. Vivimos al lado desde hace treinta años.

—Ah, sí… Marta. Qué rápido pasa la vida, ¿no?

Me quedé pensando en eso mientras le ayudaba a tomar sus pastillas. Yo también sentía que la vida se me había ido en un suspiro: criar a mis hijos, trabajar en la escuela, cuidar a mi esposo enfermo hasta que partió hace tres años. Ahora, con la casa vacía y los hijos lejos, solo me quedaba el eco de mis propios pasos.

Al principio, mis visitas eran breves. Le llevaba pan dulce o empanadas, le ayudaba a regar las plantas y le leía las cartas que Lucía enviaba por WhatsApp. Pero poco a poco, Doña Evelyn empezó a abrirse. Me contaba historias de cuando era joven en Tucumán, de cómo conoció a su esposo en una fiesta patronal, de las veces que casi pierde todo por una mala cosecha o una inundación.

Un día llegué y la encontré llorando frente al televisor apagado.

—¿Qué pasa, Doña Evelyn?

—Soñé con mi marido anoche. Me decía que ya era hora de irme con él.

Me senté a su lado y le tomé la mano. Sentí un nudo en la garganta porque yo también soñaba seguido con mi esposo. A veces me parecía escuchar su risa en el patio o el ruido de sus llaves en la puerta.

—Todavía no es hora —le dije—. Aquí todavía la necesitamos.

Ella sonrió débilmente y me pidió que le leyera un poema de Benedetti. Así pasamos la tarde, entre versos y silencios compartidos.

Con el tiempo, nuestra rutina se volvió sagrada: los lunes hacíamos sopa paraguaya, los miércoles jugábamos a las cartas y los viernes veíamos telenovelas antiguas. A veces discutíamos por tonterías —si el mate debía ser amargo o dulce, si el mejor dulce de leche era el de San Ignacio o el de La Serenísima— pero siempre terminábamos riendo.

Un día recibí una llamada inesperada de Lucía.

—Marta, ¿cómo está mamá? No he podido hablar con ella estos días…

Le conté que Doña Evelyn estaba bien, pero noté la preocupación en su voz. Me confesó que extrañaba mucho a su madre y que sentía culpa por haberla dejado sola.

—No te preocupes —le dije—. Aquí está bien cuidada. Pero deberías llamarla más seguido; te necesita.

Esa noche pensé en mis propios hijos, desperdigados por Buenos Aires y Rosario, llamando solo para cumpleaños o Navidad. ¿Sentirían ellos culpa por dejarme sola? ¿O simplemente era parte del ciclo de la vida?

Un sábado lluvioso, Doña Evelyn se enfermó. Fiebre alta, tos seca. Llamé al médico del barrio y pasé dos noches sin dormir, sentada junto a su cama. Recordé los años en que cuidé a mi esposo y sentí el miedo regresar: ese miedo sordo de perder a alguien querido y volver a quedarme sola.

Por suerte se recuperó, pero algo cambió entre nosotras después de eso. Empezó a confiarme secretos: que temía perder la memoria como su hermana, que a veces rezaba para no despertar más porque extrañaba demasiado a su marido, que le daba vergüenza depender tanto de mí.

—No es vergüenza —le dije una tarde—. Todos necesitamos ayuda alguna vez.

Ella me miró con lágrimas en los ojos y me abrazó fuerte. Sentí que ese abrazo era también para mí: para la Marta que había perdido el rumbo tras la jubilación, para la mujer que temía volverse invisible.

Un domingo por la tarde organizamos una merienda con las vecinas del barrio: empanadas salteñas, torta frita y mate cocido. Doña Evelyn estaba radiante; contaba chistes verdes y bailaba chamamé con Don Ramón, el vecino viudo del frente. Al despedirse me susurró al oído:

—Gracias por devolverme las ganas de vivir.

Esa noche lloré sola en mi casa. No eran lágrimas de tristeza sino de gratitud. Me di cuenta de que cuidar a Doña Evelyn no solo le había dado sentido a sus días sino también a los míos. Había encontrado una nueva familia donde menos lo esperaba.

Ahora cada mañana despierto con ganas de cruzar la calle y ver qué anécdota nueva tiene para contarme Doña Evelyn. A veces pienso en Lucía allá lejos y en mis propios hijos; todos buscando un futuro mejor pero dejando atrás raíces profundas.

Me pregunto: ¿Cuántos adultos mayores están solos esperando una visita, una charla, una mano amiga? ¿Cuántos como yo podrían encontrar alegría donde menos lo esperan?

¿Y ustedes? ¿Alguna vez sintieron que una nueva amistad les devolvió las ganas de vivir?