Cuando miré a los ojos de mi padre, no vi enojo, solo arrepentimiento

—¿Por qué viniste? —le grité a mi madre, con la voz quebrada y los ojos llenos de lágrimas. El eco de mi pregunta rebotó por las paredes de nuestro pequeño apartamento en Medellín. Ella me miró, cansada, con esa mezcla de tristeza y resignación que siempre llevaba en el rostro desde que tengo memoria.

—No es tan sencillo, hijo —susurró Verónica, mi madre—. Hay cosas que no entiendes.

Pero yo no quería entender. Durante años, me alimenté del rencor. Mi madre me contó mil veces cómo Julián, mi padre, nos había dejado cuando yo apenas tenía tres años. «Se fue con otra mujer, nos abandonó sin mirar atrás», repetía cada vez que le preguntaba por él. Y yo, como buen hijo, creí cada palabra. Me prometí nunca buscarlo, nunca perdonarlo.

Hasta ese jueves lluvioso de junio. El timbre sonó mientras yo terminaba de lavar los platos. Mi madre abrió la puerta y se quedó paralizada. Yo me asomé curioso y lo vi: un hombre alto, delgado, con el cabello entrecano y los ojos oscuros llenos de algo que no supe descifrar en ese momento.

—Verónica… —dijo él, apenas un susurro.

Mi madre tembló. Yo sentí una rabia sorda crecer en mi pecho.

—¿Qué haces aquí? —le espetó ella.

—Vengo a ver a mi hijo —respondió Julián, mirándome directo a los ojos.

Sentí que el mundo se detenía. Ese hombre era el fantasma de todas mis pesadillas y mis preguntas sin respuesta. Quise gritarle, insultarlo, pero algo en su mirada me detuvo. No era enojo lo que vi; era arrepentimiento.

Mi madre intentó cerrar la puerta, pero Julián puso el pie y suplicó:

—Por favor, solo quiero hablar con él. Solo unos minutos.

Me miró otra vez y sentí un nudo en la garganta. ¿Era posible que todo lo que creía fuera mentira?

—Déjalo pasar —dije al fin, casi sin reconocer mi propia voz.

Nos sentamos en la mesa del comedor. Mi madre se quedó de pie, tensa como un resorte. Julián sacó una foto arrugada del bolsillo: era yo de niño, en brazos de él. No recordaba ese momento.

—Nunca dejé de pensar en ti —dijo con voz temblorosa—. Tu mamá y yo… tuvimos problemas. Yo cometí errores, pero nunca quise alejarme de ti.

Mi madre bufó:

—¡Mentira! Tú te fuiste con esa mujer y nos dejaste solos.

Julián negó con la cabeza:

—Verónica, sabes que no fue así. Tú me echaste cuando descubriste lo de mi trabajo en la mina. Tenías miedo por los peligros…

La discusión subió de tono. Yo solo escuchaba fragmentos: «accidente», «deudas», «amenazas». Palabras que nunca había oído antes. De pronto entendí: mi madre había ocultado más de lo que decía.

—¿Por qué nunca me dijiste la verdad? —le pregunté a ella, sintiendo cómo el resentimiento cambiaba de dirección.

Verónica bajó la mirada:

—Quería protegerte… Pensé que si odiabas a tu padre sería más fácil para ti seguir adelante.

Julián se acercó y me tomó la mano:

—Hijo, sé que no puedo recuperar el tiempo perdido. Pero quiero intentarlo… Si me dejas.

Me levanté bruscamente. Salí al balcón bajo la lluvia fina de Medellín. Miré las luces lejanas del barrio y sentí que todo lo que conocía se desmoronaba. ¿Quién era yo si todo lo que creía era una mentira?

Esa noche no dormí. Escuché a mi madre llorar en su cuarto y pensé en Julián durmiendo en algún hotel barato del centro. Al día siguiente fui a buscarlo. Lo encontré sentado en el parque Bolívar, mirando a los niños jugar.

—¿Por qué volviste ahora? —le pregunté sin rodeos.

Julián suspiró:

—Me diagnosticaron cáncer hace seis meses. No sé cuánto tiempo me queda… Solo quería verte una vez más.

Sentí un puñal en el pecho. Todo el odio se desvaneció y solo quedó tristeza.

Pasamos horas hablando. Me contó historias de su infancia en Antioquia, cómo conoció a mi madre en una fiesta de San Juan, cómo soñaban con tener una familia feliz. Me habló de sus errores: las apuestas, las malas decisiones, el miedo a no ser suficiente.

Volví a casa y enfrenté a mi madre:

—¿Por qué nunca me diste la oportunidad de conocerlo por mí mismo?

Ella lloró desconsolada:

—Tenía miedo de perderte también…

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Acompañé a Julián al hospital; vi cómo la enfermedad lo consumía poco a poco. Mi madre empezó a visitarlo también; al principio no se hablaban, pero poco a poco el rencor fue cediendo terreno al perdón.

Un mes después, Julián murió en paz, rodeado por nosotros dos. En su último suspiro me dijo:

—No guardes odio en tu corazón, hijo… El rencor solo destruye.

Hoy miro atrás y me doy cuenta de cuánto daño pueden hacer los secretos y las mentiras en una familia. Me pregunto cuántos hijos en Colombia o en cualquier rincón de Latinoamérica han crecido creyendo historias incompletas sobre sus padres ausentes.

¿Vale la pena vivir con rencor? ¿Cuántas vidas se han roto por no atreverse a decir la verdad? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?