Cuando miré a los ojos de mi padre, no vi enojo, solo arrepentimiento
—¿Por qué nunca me dijiste la verdad, mamá? —grité, con la voz quebrada y los ojos llenos de lágrimas, mientras la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestra casa en el barrio San Martín, en las afueras de Tegucigalpa.
Mi madre, Lucía, se quedó callada. Sus manos temblaban sobre la mesa de madera vieja, y la luz amarilla del foco apenas iluminaba su rostro cansado. Yo tenía diecisiete años y toda mi vida había creído que mi papá, Andrés, nos había abandonado cuando yo era apenas un niño. Crecí escuchando su nombre como una maldición: “Ese hombre no vale nada”, “Nos dejó para irse con otra”, “Nunca le importaste”.
Pero esa tarde, todo cambió. Un hombre alto, con el cabello salpicado de canas y los ojos oscuros como el café fuerte que tomaba mi abuela, tocó la puerta. Mi madre abrió y lo miró como si hubiera visto un fantasma. Yo estaba en el cuarto, pero escuché su voz ronca decir: “Lucía, necesito hablar con mi hijo”.
Salí al corredor y lo vi. Sentí un frío recorrerme la espalda. Era él. El hombre de las fotos viejas, el que yo había tachado con rabia en mis cuadernos. Mi padre.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté, con el corazón latiendo tan fuerte que pensé que se me iba a salir del pecho.
Él me miró con una tristeza infinita. No había enojo en sus ojos, solo un cansancio y una culpa que parecían pesarle en los hombros.
—Vengo a pedirte perdón —dijo—. Sé que no tengo derecho a nada, pero necesito que escuches mi versión.
Mi madre apretó los labios y se fue al cuarto sin decir palabra. Yo me quedé ahí, parado frente a ese hombre que era un extraño y, al mismo tiempo, parte de mí.
Nos sentamos en el patio, bajo el aguacero que caía como si el cielo también estuviera llorando. Mi padre sacó una carta arrugada del bolsillo de su camisa.
—Tu mamá nunca te contó la verdad —empezó—. Yo no los abandoné. Me fui porque ella me echó de la casa cuando supo que me estaban buscando por una deuda que no era mía. Me amenazaron de muerte y tuve que huir para protegerlos.
Sentí rabia. ¿Cómo podía creerle después de tantos años? Pero algo en su voz me hizo dudar. No era el tono de un mentiroso; era el de alguien derrotado.
—¿Por qué nunca volviste? ¿Por qué no luchaste por mí? —le solté, sin poder contener las lágrimas.
Él bajó la cabeza.
—Lo intenté. Mandé cartas, llamé a tu abuela… pero tu mamá no quería saber nada de mí. Yo… yo también me equivoqué. Me dejé vencer por el miedo y la vergüenza.
Recordé las veces que vi a mi madre llorar en silencio por las noches, creyendo que yo dormía. Recordé cómo me abrazaba fuerte cuando escuchábamos disparos en la colonia y cómo trabajaba hasta el cansancio vendiendo tortillas para darme de comer. ¿Era posible que ella también hubiera sufrido por todo esto?
Esa noche no dormí. Escuché a mi madre llorar en su cuarto y sentí una rabia nueva: no solo contra mi padre, sino contra ella por haberme ocultado la verdad. Al día siguiente, enfrenté a mi madre.
—¿Por qué me mentiste? —le pregunté, con la voz temblorosa.
Ella me miró con los ojos rojos e hinchados.
—Tenía miedo de perderte —susurró—. Pensé que si sabías la verdad, te irías con él y yo me quedaría sola…
Me sentí atrapado entre dos fuegos: el rencor hacia mi padre y la compasión por mi madre. En ese momento entendí que los adultos también se equivocan, que el miedo puede hacerte tomar decisiones terribles.
Pasaron semanas antes de que pudiera hablar con mi padre otra vez. Él venía cada sábado y se sentaba en el parque frente a la iglesia del barrio, esperando a ver si yo aparecía. Un día me armé de valor y fui a buscarlo.
—¿Por qué volviste ahora? —le pregunté.
—Porque ya no tengo nada que perder —me respondió—. Perdí a mi familia por cobarde y no quiero morirme sin intentar arreglarlo.
Empezamos a hablar poco a poco. Me contó historias de su infancia en Olancho, de cómo conoció a mi mamá en una fiesta patronal, de los sueños que tenía para nosotros antes de que todo se desmoronara. Descubrí que tenía una media hermana en otro pueblo; una niña pequeña llamada Camila que apenas conocía su existencia.
La noticia me golpeó duro. Sentí celos, rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Cuántas cosas más me habían ocultado?
Un domingo decidí enfrentar a mi madre y le conté sobre Camila. Ella lloró otra vez y me confesó que siempre supo de la niña, pero nunca quiso hablarme de ella para no herirme más.
—No somos perfectos —me dijo—. Solo intentamos sobrevivir como podemos.
La vida siguió su curso, pero nada volvió a ser igual. Empecé a ver a mi padre cada vez más seguido; al principio solo para escuchar su versión, después porque necesitaba entender quién era yo realmente. Descubrí que llevaba años trabajando como albañil en San Pedro Sula y que había pasado hambre y soledad igual que nosotros.
Un día lo llevé a casa para cenar juntos. Mi madre lo miró con recelo al principio, pero luego se sentaron a hablar como dos viejos conocidos cansados de pelear. Esa noche vi algo distinto en sus ojos: resignación, pero también un poco de paz.
Con el tiempo aprendí a perdonar. No fue fácil ni rápido; hubo días en los que odiaba a ambos por haberme robado mi infancia con sus mentiras y silencios. Pero también entendí que todos somos víctimas de nuestras circunstancias y miedos.
Hoy tengo veinte años y trabajo en una tienda del centro para ayudar en casa mientras estudio por las noches. Mi padre viene cada semana a visitarnos; a veces trae a Camila y jugamos fútbol en la cancha del barrio. Mi madre ya no llora tanto y hasta le sonríe cuando cree que nadie la ve.
A veces me pregunto cómo habría sido mi vida si hubiera sabido la verdad desde el principio. ¿Habría odiado menos? ¿Habría amado más? Pero ya no busco culpables; solo quiero construir algo nuevo con los pedazos rotos que me dejaron.
¿Ustedes creen que es posible perdonar realmente después de tanto dolor? ¿O hay heridas que nunca sanan del todo?