Cuando tu propio hijo se convierte en un extraño: La historia de una abuela en Ciudad de México
—Mamá, no tengo a quién más recurrir. Por favor, cuida a Emiliano, sólo será por un tiempo—. La voz de mi hija, Mariana, temblaba al otro lado de la puerta. Era una noche lluviosa en Ciudad de México, el agua golpeaba los cristales y la ciudad parecía contener el aliento. Mariana tenía apenas veintidós años y una mirada perdida que me partía el alma. En sus brazos, mi nieto de tres años dormía ajeno al caos de los adultos.
No pregunté mucho. Sabía que el padre de Emiliano la había dejado y que ella no encontraba trabajo fijo. La vida en la capital no perdona a las madres solteras sin recursos. Así que abrí la puerta y mi corazón, convencida de que era lo correcto.
Los días se convirtieron en meses y los meses en años. Mariana llamaba de vez en cuando, pero cada vez menos. Emiliano creció bajo mi techo, aprendió a leer conmigo, a rezar antes de dormir, a distinguir el olor del café recién hecho en las mañanas. Yo era su abuela, pero también su madre, su refugio y su maestra.
A veces me preguntaba si estaba haciendo bien. Mi hermana Lucía me decía: —No te encariñes tanto, ese niño no es tuyo—. Pero ¿cómo no hacerlo? ¿Cómo no amar a ese pequeño que me decía «mamá Lucha» cuando tenía miedo de las tormentas?
La vida siguió su curso. Emiliano cumplió ocho años y Mariana seguía sin aparecer. Yo ya había dejado mi trabajo como costurera porque los achaques de la edad me lo impedían, pero nunca me faltó energía para él. Hacíamos tortillas juntos los domingos y veíamos telenovelas en la tarde. Él era mi razón para levantarme cada día.
Hasta que una tarde cualquiera, Mariana regresó. Tocó la puerta con fuerza, como si quisiera derribar años de ausencia con un solo golpe. Cuando abrí, la vi distinta: más delgada, los ojos hundidos y una rabia contenida en la voz.
—Vengo por mi hijo—me dijo sin mirarme a los ojos.
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Emiliano estaba haciendo la tarea en la mesa y levantó la cabeza confundido.
—¿Por qué ahora?—le pregunté con voz temblorosa.
—Porque es mi hijo, mamá. Y tú me lo quitaste—me respondió Mariana, con lágrimas en los ojos.
La discusión fue larga y dolorosa. Me acusó de haberle robado a su hijo, de haberlo criado a mi manera, de haberle llenado la cabeza de ideas que no eran suyas. Yo le recordé todas las noches que pasé en vela cuando Emiliano tenía fiebre, todos los cumpleaños sin ella, todas las veces que él preguntó por su mamá y yo tuve que inventar historias para protegerla.
Emiliano escuchaba todo desde el pasillo. Cuando Mariana intentó abrazarlo, él se apartó.
—No quiero irme contigo—le dijo bajito.
Mariana lloró desconsolada. Yo también lloré. ¿Quién era yo para decidir sobre el destino de ese niño? ¿Era justo que él pagara por los errores de los adultos?
Los días siguientes fueron un infierno. Mariana venía todos los días a intentar convencer a Emiliano de irse con ella. Él se negaba una y otra vez. Los vecinos empezaron a murmurar; algunos decían que yo era una egoísta, otros que Mariana no merecía ser madre después de tantos años ausente.
Una tarde, Mariana llegó acompañada por una trabajadora social del DIF. Me explicaron que legalmente Emiliano debía estar con su madre biológica, salvo que pudiera demostrar que ella era un peligro para él.
—¿Y quién piensa en lo que quiere el niño?—pregunté desesperada.
La trabajadora social me miró con compasión: —A veces el amor duele más que el abandono—me dijo.
Esa noche no pude dormir. Escuché a Emiliano llorar bajito en su cuarto y sentí una rabia inmensa contra el mundo, contra Mariana, contra mí misma por haberme dejado querer tanto.
Al día siguiente, Mariana vino por última vez. Se arrodilló frente a mí y me pidió perdón entre sollozos.
—No sé ser madre, mamá. Pero quiero intentarlo—me dijo.
La abracé como cuando era niña y lloramos juntas. Emiliano nos miraba desde la puerta, con miedo y esperanza mezclados en sus ojos grandes.
Finalmente accedí a dejarlo ir con ella por las tardes, poco a poco, para que se conocieran de nuevo. Fue un proceso doloroso; cada vez que Emiliano salía por esa puerta sentía que me arrancaban un pedazo del alma.
Hoy han pasado seis meses desde aquella noche lluviosa en la que todo cambió. Mariana y Emiliano están reconstruyendo su relación y yo sigo aquí, esperando cada visita como si fuera un regalo del cielo.
A veces me pregunto si hice bien o mal; si el amor puede confundirse con el egoísmo o si simplemente hice lo que cualquier abuela haría por amor a su nieto.
¿Dónde termina el sacrificio y empieza la posesión? ¿Alguna vez podré dejar de sentir este vacío? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?