¿Cuánto pesa este vaso de agua?

—¿Por qué no haces nada, Mariana? —gritó mi madre desde la cocina, mientras el olor a cebolla frita llenaba el departamento y mi hermano menor golpeaba la puerta del baño con furia.

Yo estaba sentada en la mesa, con un vaso de agua en la mano. No era ni siquiera un vaso bonito, solo uno de esos de plástico azul que compramos en el mercado de la esquina. Lo levanté, lo miré a contraluz. El sol de la tarde se colaba por la ventana y hacía brillar el agua como si fuera algo precioso. Pero para mí, ese vaso era una carga.

—¡Mariana! ¿No oyes? ¡Ayúdame con las tortillas! —insistió mi madre, su voz temblando entre el enojo y el cansancio.

No respondí. Mi mente estaba lejos, atrapada en una maraña de pensamientos: los exámenes finales en la UNAM, el dinero que no alcanzaba, el miedo a decepcionar a todos. Sentía que si soltaba el vaso, todo se rompería. Que si dejaba de sostenerlo, admitiría mi fracaso.

Mi padre entró al comedor arrastrando los pies. Su camisa estaba manchada de grasa y sus ojos, rojos de tanto trabajar en el taller mecánico. Me miró con esa mezcla de ternura y decepción que solo los padres saben mostrar.

—Déjala, Rosa —dijo a mi madre—. La niña está cansada.

—¿Cansada de qué? ¡Si ni siquiera ayuda! —replicó ella, lanzándome una mirada que me atravesó como un cuchillo.

Quise gritarles que sí ayudaba, que me desvelaba estudiando para sacar buenas notas y así conseguir una beca. Que me dolía la cabeza de tanto pensar en cómo pagaríamos la renta este mes. Pero las palabras se atoraron en mi garganta. Solo apreté más fuerte el vaso.

Mi hermano salió del baño dando un portazo.

—¡Ya bájale a tu drama, Mariana! —me dijo—. Siempre estás ahí sentada como si el mundo se fuera a acabar.

No respondí. El vaso empezó a temblar en mi mano. Sentí cómo el agua se movía, amenazando con derramarse. ¿Cuánto pesa un vaso de agua? No mucho, pensé. Pero si lo sostienes demasiado tiempo, te duele el brazo, te arde la mano, te cansas hasta los huesos.

Esa noche no pude dormir. Escuché a mis padres discutir en voz baja sobre las cuentas atrasadas y la posibilidad de que mi papá perdiera su trabajo. Mi hermano lloraba en silencio porque había reprobado matemáticas otra vez. Yo solo pensaba en el vaso.

Al día siguiente, llegué tarde a clase. La profesora Jimena nos miró con esa severidad maternal tan típica de ella y nos preguntó:

—¿Alguien sabe cuánto pesa este vaso de agua?

Todos nos quedamos callados. Yo sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

—Depende —dije finalmente—. Depende de cuánto tiempo lo sostengas.

La profesora sonrió y asintió.

—Exactamente. Si lo sostienes un minuto, no pesa nada. Si lo sostienes una hora, te duele el brazo. Si lo sostienes todo el día, tu brazo se entumece y sientes que no puedes más. Así son las preocupaciones: si las llevas contigo mucho tiempo, te destruyen.

Sentí que me miraba directamente a mí. Quise llorar ahí mismo, pero me contuve. Salí del salón antes de que terminara la clase y caminé sin rumbo por Ciudad Universitaria, entre los árboles y los murales llenos de historia y protesta.

Pensé en mi familia: en mi madre que nunca tuvo tiempo para sí misma porque siempre estaba cuidándonos; en mi padre que sacrificó sus sueños para darnos una vida mejor; en mi hermano que solo quería ser escuchado y no juzgado por sus errores; y en mí, Mariana, que creía que debía cargar con todo para que nadie más sufriera.

Esa tarde volví a casa con una decisión tomada. Entré directo a la cocina donde mi madre preparaba café.

—Mamá —dije con voz temblorosa—, necesito hablar contigo.

Ella me miró sorprendida. Me senté frente a ella y le conté todo: mis miedos, mis dudas, el peso que sentía cada día. Le hablé del vaso de agua y de cómo me estaba destruyendo por dentro intentar sostenerlo sola.

Mi madre lloró conmigo. Me abrazó como cuando era niña y me prometió que buscaríamos ayuda juntas. Que no tenía que cargar con todo yo sola.

Esa noche cenamos juntos sin gritos ni reproches. Mi padre contó un chiste malo y mi hermano se rió por primera vez en semanas. Yo dejé el vaso sobre la mesa y sentí cómo mis manos se aligeraban poco a poco.

Pero no fue fácil después de eso. Hubo días en los que volví a tomar el vaso sin darme cuenta: cuando las cuentas llegaban sin pagar, cuando los profesores exigían más de lo que podía dar, cuando sentía que no era suficiente para nadie.

Una tarde lluviosa, mientras esperaba el camión en Insurgentes, vi a una señora mayor cargando bolsas pesadas del mercado. Nadie la ayudaba. Me acerqué y le ofrecí mi mano. Ella sonrió agradecida y juntas caminamos hasta su casa.

Esa noche entendí que todos llevamos vasos invisibles: algunos llenos hasta el borde, otros casi vacíos pero igual de pesados por el tiempo que los hemos sostenido.

Hoy sigo luchando con mis preocupaciones, pero aprendí a pedir ayuda y a soltar cuando es necesario. Mi familia también cambió: hablamos más, nos escuchamos más, nos juzgamos menos.

A veces me pregunto: ¿cuántos vasos estamos sosteniendo sin darnos cuenta? ¿Cuánto más vamos a aguantar antes de pedir ayuda o simplemente dejarlo sobre la mesa?

¿Y tú? ¿Qué tan pesado es tu vaso hoy?