Cuatro hijos y un corazón cansado: Cuando el amor no alcanza
—¿Otra vez, Martina? ¿Cómo pudiste? —La voz de Julián retumbó en la cocina, rebotando entre las paredes descascaradas y los platos sin lavar. Yo apretaba la prueba de embarazo en el bolsillo del delantal, como si pudiera esconder la realidad con solo cerrar el puño.
No contesté. Sentí el sudor frío bajando por la espalda. Afuera, los gritos de mis hijos se mezclaban con el bullicio del barrio: vendedores ambulantes, reggaetón a todo volumen, el ladrido de los perros callejeros. Mi hijo menor, Emiliano, lloraba en su cuna improvisada con cajas de cartón y mantas heredadas. Tenía apenas ocho meses. Y ahora… otro bebé venía en camino.
—¿No te das cuenta de que no podemos más? —insistió Julián, su cara roja de rabia y cansancio—. Apenas alcanza para el arroz y los frijoles. ¿Cómo vamos a alimentar a otro?
Quise decirle que yo tampoco lo había planeado. Que cada noche me desvelaba contando monedas, calculando si alcanzaría para los pañales o si tendría que pedirle fiado a Doña Rosa otra vez. Pero las palabras se me atoraron en la garganta. Solo pude mirar el suelo, sintiendo que la culpa me ahogaba.
Mi mamá siempre decía que los hijos son una bendición. Pero en este barrio de Tegucigalpa, donde la lluvia entra por los techos de lámina y la violencia acecha en cada esquina, a veces las bendiciones pesan como una cruz.
Esa noche, mientras Julián dormía dándome la espalda, yo lloré en silencio. Pensé en mis otros hijos: Camila, con sus trenzas desordenadas y su risa fácil; Mateo, que ya empezaba a preguntar por qué papá siempre estaba enojado; Emiliano, tan pequeño e indefenso. ¿Qué clase de madre era yo si ni siquiera podía darles seguridad?
Al día siguiente, la noticia se esparció como pólvora. Mi suegra llegó temprano, con su cara de pocos amigos.
—Martina, ¿no sabes cuidarte? —me dijo sin mirarme a los ojos—. Julián está que no puede más. ¿Y tú? ¿Vas a seguir trayendo niños al mundo como si fueran pollitos?
Sentí una rabia sorda. Nadie preguntaba cómo me sentía yo. Nadie veía mis manos agrietadas de lavar ropa ajena o mis noches en vela cuidando fiebre tras fiebre. Solo veían una barriga más creciendo bajo mi blusa vieja.
Las semanas pasaron y la tensión se volvió insoportable. Julián empezó a llegar más tarde del trabajo. A veces ni siquiera cenaba conmigo y los niños. Yo trataba de mantener la rutina: levantarme antes del amanecer, preparar café aguado y tortillas, llevar a Camila a la escuela pública donde los maestros apenas llegaban. Pero cada día era más difícil.
Una tarde, mientras lavaba ropa en el patio comunal, escuché a las vecinas murmurar.
—Pobrecita Martina… otro niño más…
—Dicen que Julián ya no quiere saber nada…
Me ardieron los ojos de vergüenza e impotencia. ¿Por qué nadie entendía que yo también tenía miedo? Que cada noche rezaba para que este hijo viniera sano, para que Julián no se fuera de la casa, para que mis hijos no sintieran el peso de mi angustia.
Un domingo cualquiera, Julián explotó.
—No puedo más, Martina —dijo con voz quebrada—. No sé si quiero seguir aquí…
El silencio fue tan denso que sentí que me ahogaba. Camila se tapó los oídos y Mateo se escondió bajo la mesa. Yo solo pude abrazar a Emiliano y llorar.
Esa noche, después de acostar a los niños, Julián y yo hablamos por primera vez sin gritos ni reproches.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunté con voz temblorosa.
Él suspiró largo.
—No sé… pero no quiero perderte ni perder a los niños. Solo… tengo miedo.
Por primera vez entendí que no era solo mi miedo: era el suyo también. El miedo a fallarles, a no ser suficiente, a repetir la historia de pobreza y abandono que ambos conocíamos tan bien.
Empezamos a buscar soluciones juntos: él consiguió un trabajo extra los fines de semana; yo acepté limpiar casas en el centro aunque me doliera la espalda al final del día. Pedimos ayuda en la iglesia; Doña Rosa nos regaló ropa de bebé usada; mi hermana me mandó algo de dinero desde Costa Rica.
Pero el cansancio seguía ahí, como una sombra pegajosa. Las peleas no desaparecieron del todo; algunas noches Julián dormía en el sofá y yo lloraba en silencio para no despertar a los niños.
El embarazo avanzó entre sobresaltos y carencias. Hubo días en que solo comimos arroz blanco; otros en que tuve que elegir entre comprar leche o pagar el pasaje del bus para llevar a Camila al médico.
Una tarde lluviosa, mientras doblaba ropa junto a Camila, ella me miró con sus grandes ojos oscuros.
—Mami, ¿por qué estás triste?
No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que el amor no siempre basta? Que hay días en que una madre siente que se rompe por dentro pero sigue adelante porque no hay otra opción.
El día que nació mi cuarto hijo —una niña pequeña y frágil como un suspiro— sentí una mezcla de alegría y terror. Julián lloró al verla; yo también. Por un momento nos abrazamos fuerte, como si ese instante pudiera curar todas las heridas.
Pero al volver a casa, la realidad nos golpeó de nuevo: cuatro hijos, poco dinero, mucho miedo.
Hoy escribo esto mientras mis hijos duermen apretados en una sola cama y Julián ronca exhausto después de otro día interminable. Me pregunto si algún día podremos salir adelante; si el amor será suficiente para sostenernos cuando todo lo demás falla.
¿Ustedes qué piensan? ¿Hasta dónde puede llegar una madre por sus hijos? ¿El amor basta cuando la vida se pone tan difícil?