Cuatro paredes y un sueño roto: Mi lucha por un verdadero hogar
—¡Ya basta, Mariana! —gritó Andrés, su voz rebotando en las paredes descascaradas del departamento—. No puedo más con tus quejas, con tus reproches…
Me quedé callada, apretando los puños para no llorar delante de Emiliano, que jugaba en el rincón con su camión de plástico. El eco de la pelea llenaba el aire, mezclándose con el olor a humedad y el ruido lejano del tráfico. Era la tercera discusión de la semana, y apenas era martes.
A veces siento que las paredes se cierran sobre nosotros. Nuestro departamento es tan pequeño que si extiendo los brazos casi puedo tocar la cocina desde la sala. Vivimos en Iztapalapa, en uno de esos edificios viejos donde los vecinos escuchan todo y las ventanas apenas dejan pasar la luz. Cuando llegamos aquí hace cinco años, pensé que era temporal. Andrés prometió que pronto tendríamos algo mejor, pero los años pasaron y los sueños se fueron desmoronando como el yeso del techo.
—¿Por qué no entiendes que hago lo que puedo? —Andrés bajó la voz, cansado—. Trabajo todo el día y apenas alcanza para pagar la renta y la comida.
No respondí. ¿Para qué? Ya nos sabíamos de memoria ese diálogo. Él salía a las seis de la mañana para manejar un taxi hasta la noche. Yo limpiaba casas en la colonia Del Valle, cruzando media ciudad en metro y camión. Emiliano se quedaba con doña Lupita, la vecina del 302, porque no podíamos pagar una guardería.
Las noches eran peores. Emiliano tosía por el polvo y la humedad. Yo me desvelaba pensando en cómo estirar el dinero para la semana. A veces soñaba con una casa con patio, donde Emiliano pudiera correr sin miedo a los coches o a los perros callejeros. Pero cada vez que hablaba de eso, Andrés se molestaba.
—¿Y tú crees que no quiero lo mismo? —me decía—. Pero así es la vida, Mariana. No todos nacimos para tener casa propia.
Esa frase me dolía más que cualquier grito. ¿De verdad era imposible soñar? ¿Acaso estaba mal querer algo mejor?
Un sábado por la tarde, mientras lavaba ropa en el lavadero común del edificio, escuché a las vecinas hablar de una familia que se iba a mudar porque les habían dado un crédito para una casa en Chalco. Sentí una punzada de envidia y esperanza al mismo tiempo.
Esa noche le propuse a Andrés buscar opciones para un crédito Infonavit. Él se rió amargamente.
—¿Con qué historial crees que nos lo van a dar? Apenas si pagamos las cuentas…
Me fui a dormir con el corazón apretado. Soñé con mi mamá, allá en Veracruz, diciéndome que no me conformara nunca, que luchara por mi hijo como ella lo hizo por mí.
Los días siguieron igual: discusiones por dinero, silencios incómodos en la mesa, Emiliano preguntando por qué no podía invitar amigos porque «no caben». Un día, al regresar del trabajo, encontré a Emiliano llorando porque su camión favorito se había roto y no teníamos dinero para comprar otro.
Me senté junto a él y lo abracé fuerte.
—Mamá, ¿por qué vivimos aquí? —me preguntó con sus ojitos llenos de lágrimas—. ¿Por qué no tenemos una casa bonita como la de mi amigo Diego?
No supe qué decirle. Sentí una rabia inmensa contra el mundo, contra Andrés, contra mí misma por no poder darle más.
Esa noche, después de acostar a Emiliano, enfrenté a Andrés.
—No podemos seguir así —le dije con voz temblorosa—. Nos estamos perdiendo como familia. No quiero que Emiliano crezca pensando que esto es todo lo que merece.
Andrés me miró largo rato. Por primera vez vi lágrimas en sus ojos.
—Yo tampoco quiero esto, Mariana… pero tengo miedo. Miedo de fracasar otra vez.
Nos abrazamos en silencio, sintiendo el peso de los años y los sueños rotos entre nosotros.
Al día siguiente tomé una decisión: buscaría ayuda aunque Andrés no quisiera. Fui al DIF de la delegación a preguntar por apoyos para vivienda. Me dieron información sobre un programa para madres trabajadoras. No era mucho, pero era algo.
Empecé a ahorrar cada peso posible: vendí ropa usada en el tianguis, hice gelatinas para vender en la oficina donde limpiaba. Poco a poco junté lo suficiente para inscribirnos al programa.
Andrés seguía escéptico, pero ya no discutía tanto. Creo que ver mi esfuerzo le removió algo por dentro. Incluso empezó a buscar otro trabajo los fines de semana.
Pasaron meses antes de recibir una respuesta. Un día llegó una carta: nos habían aceptado en el programa y podríamos mudarnos a un departamento más grande en una colonia cercana. No era una casa propia ni tenía patio, pero era un comienzo.
El día de la mudanza lloré al ver a Emiliano correr por el pasillo sin tropezar con muebles o cajas apiladas. Andrés me abrazó fuerte y me susurró al oído:
—Gracias por no rendirte…
Ahora sé que los sueños pueden doler, pero también pueden empujarnos a luchar más allá del miedo y la resignación. ¿Cuántas familias más viven atrapadas entre cuatro paredes y sueños rotos? ¿Hasta cuándo vamos a conformarnos con sobrevivir en vez de vivir?