¿Culpa de nadie o así lo quiso el destino?

—¿Por qué tiemblas, Camila? —le pregunté, sosteniendo la puerta del restaurante Don Jacinto mientras la ciudad de Medellín se deshacía en luces y murmullos a nuestro alrededor. La música y las risas quedaban atrás, como si fueran parte de otra vida. Ella no respondió; solo apretó su bolso contra el pecho y bajó la mirada, evitando mis ojos.

—No es nada, Kamil —susurró, pero su voz temblaba como si estuviera a punto de romperse.

Caminamos en silencio por la acera húmeda. El aire olía a lluvia reciente y a promesas rotas. Yo sentía el peso de la noche sobre los hombros, como si cada paso nos acercara a un abismo invisible. No era solo el cansancio; era algo más profundo, algo que venía gestándose desde hacía meses, tal vez años.

—¿Seguro que no quieres pedir un taxi? —insistió ella, mirándome de reojo.

—No hace falta —respondí, aunque en realidad lo que no quería era llegar a casa. Sabía que en cuanto cruzáramos esa puerta, ya no habría vuelta atrás.

El silencio entre nosotros era espeso. Recordé cuando Camila y yo nos conocimos en la universidad, en una asamblea estudiantil donde ella gritaba consignas y yo apenas me atrevía a mirarla. Su risa era contagiosa, su energía inagotable. ¿En qué momento se nos fue acabando la alegría?

—¿Por qué no me dices lo que te pasa? —le pregunté al fin, deteniéndome bajo una farola parpadeante.

Ella se quedó quieta. El tráfico rugía a lo lejos, indiferente a nuestra pequeña tragedia.

—¿De verdad quieres saberlo? —preguntó, con una voz tan baja que apenas la escuché.

Asentí. Sentí un nudo en la garganta.

—No sé si esto es culpa de alguien… o si simplemente así tenía que ser —dijo. Sus ojos brillaban con lágrimas contenidas.

Me quedé helado. Sabía que algo andaba mal, pero escucharla decirlo en voz alta era otra cosa. Pensé en nuestros hijos dormidos en casa de mi suegra, en las cuentas por pagar, en los sueños que alguna vez compartimos.

—¿Hay alguien más? —pregunté, odiando el temblor en mi propia voz.

Camila negó con la cabeza, pero luego se encogió de hombros.

—No es eso… Es que siento que ya no somos los mismos. Que estamos juntos solo porque así lo dicta la costumbre, porque nos da miedo estar solos…

Sentí rabia, tristeza y una punzada de alivio. Yo también lo había pensado muchas veces, pero nunca me atreví a decirlo. En nuestra familia nadie hablaba de estas cosas; uno aguantaba por los hijos, por el qué dirán, por no decepcionar a los papás.

—¿Y qué hacemos entonces? —pregunté, casi en un susurro.

Ella me miró con una mezcla de ternura y resignación.

—No lo sé, Kamil. Tal vez deberíamos darnos un tiempo…

La palabra flotó entre nosotros como una sentencia. Un tiempo. ¿Cuánto dura un tiempo? ¿Y si ese tiempo se convierte en siempre?

Caminamos hasta el parque de Envigado sin decir nada más. Nos sentamos en una banca mojada y miramos las luces lejanas del centro comercial. Recordé las peleas recientes: por dinero, por los turnos eternos en el hospital donde trabajo, por las horas que ella pasa cuidando a su mamá enferma. Recordé también los momentos buenos: las vacaciones en Santa Marta cuando apenas teníamos para el bus, las noches de cine improvisado con crispetas y gaseosa barata.

—¿Te acuerdas cuando soñábamos con irnos a Buenos Aires? —le dije de pronto.

Ella sonrió triste.

—Sí… Pero la vida se nos vino encima.

—¿Es culpa nuestra? ¿O simplemente así lo quiso el destino?

Camila suspiró.

—No sé… Tal vez nadie tiene la culpa. Tal vez solo somos dos personas cansadas tratando de sobrevivir.

Me dieron ganas de abrazarla, pero no supe si debía hacerlo. Sentí que había una distancia insalvable entre nosotros, como un río crecido después de una tormenta.

En ese momento sonó mi celular: era mi mamá. Dudé en contestar, pero sabía que si no lo hacía ella pensaría lo peor. Respondí con voz forzada:

—¿Aló?

—Kamil, ¿dónde están? Ya es tarde y los niños preguntan por ustedes…

—Ya vamos para allá, mamá —mentí. No tenía fuerzas para explicar nada.

Colgué y miré a Camila. Ella se secó una lágrima y se puso de pie.

—Debemos irnos —dijo sin mirarme.

Caminamos juntos pero separados hasta la estación del metro. El vagón iba casi vacío; cada quien perdido en sus pensamientos. Vi a una pareja joven abrazada junto a la ventana y sentí una punzada de nostalgia por lo que fuimos alguna vez.

Al llegar a casa de mi suegra recogimos a los niños en silencio. Mi hija menor me abrazó fuerte y me susurró al oído:

—¿Por qué estás triste, papi?

No supe qué responderle. Solo la abracé más fuerte y le prometí que todo estaría bien, aunque ni yo mismo me lo creía.

Esa noche Camila durmió en el cuarto de los niños y yo me quedé viendo el techo hasta el amanecer. Pensé en mis padres, en cómo siempre aparentaron ser felices aunque nunca se hablaran más allá de lo necesario. Pensé en mis amigos divorciados y en los que siguen juntos solo por miedo al cambio.

A la mañana siguiente Camila preparó café y arepas como si nada hubiera pasado. Los niños reían viendo caricaturas y por un momento quise creer que todo era normal. Pero cuando nuestras miradas se cruzaron sobre la mesa supe que algo se había roto para siempre.

Pasaron los días y ninguno se atrevió a hablar del tema. Nos convertimos en compañeros silenciosos: compartíamos casa, hijos y rutinas, pero ya no compartíamos sueños ni esperanzas. Cada quien buscaba refugio en su propio mundo: yo en el trabajo, ella en el cuidado de su madre.

Una tarde recibí un mensaje inesperado de Camila: “Necesito hablar contigo esta noche”. Sentí miedo y alivio al mismo tiempo.

Esa noche nos sentamos frente a frente en la sala mientras los niños dormían. Ella tomó aire y dijo:

—He decidido irme unos días a casa de mi hermana en Cali. Necesito pensar…

No protesté. Sabía que era lo mejor para ambos. Nos abrazamos largo rato; fue un abrazo triste pero sincero, como el adiós a una etapa que ya no nos pertenecía.

Cuando cerró la puerta tras de sí sentí un vacío inmenso pero también una extraña paz. Miré las fotos familiares colgadas en la pared: sonrisas congeladas en el tiempo, promesas hechas bajo otras estrellas.

Ahora escribo esto mientras escucho el silencio de la casa vacía. Me pregunto si realmente hay culpables o si simplemente así lo quiso el destino. ¿Cuántas parejas viven atrapadas entre el deber y el miedo? ¿Cuántos callan sus tristezas por temor al qué dirán?

A veces pienso que nadie tiene la culpa; otras veces siento rabia por todo lo que pudo ser y no fue. Pero hoy solo quiero entender: ¿es posible empezar de nuevo sin culpas ni reproches? ¿O estamos condenados a repetir los errores de quienes vinieron antes?