De la Hija Consentida al Umbral del Desalojo: Mi Lucha por un Hogar en el Corazón de mi Familia
—¡No puedes seguir aquí, Mariana! Ya no hay espacio para todos —la voz de mi papá retumbó en la sala, tan fuerte que hasta los vecinos debieron escucharlo.
Me quedé helada, con las manos temblorosas y mi hijo Emiliano aferrado a mi pierna. Mi mamá, sentada en la mesa, bajó la mirada y apretó los labios. Mi hermano menor, Diego, fingía hacer tarea en la esquina, pero sus ojos no se despegaban de nosotros. El aire olía a café recalentado y a rabia contenida.
—Papá, ¿de verdad me vas a echar? —pregunté con la voz quebrada, sintiendo que el mundo se me venía encima.
Él no respondió de inmediato. Caminó hacia la ventana, se frotó la frente y suspiró como si cargara el peso de todos los problemas del mundo. Yo sabía que no era fácil para él. Desde que la fábrica donde trabajaba cerró, todo cambió en casa. El dinero apenas alcanzaba para lo básico y cada centímetro de la casa parecía encogerse con cada día que pasaba.
Pero yo también tenía mis razones. Hace dos años, cuando el papá de Emiliano nos dejó, regresé a esta casa buscando refugio. Pensé que aquí encontraría apoyo, pero la realidad fue otra. Los días se volvieron una rutina de miradas incómodas, discusiones por el baño y peleas por quién lavaba los platos. Mi mamá intentaba mediar, pero su voz se perdía entre los gritos de mi papá y mis lágrimas silenciosas.
—No es justo —dije casi en un susurro—. No tengo a dónde ir. ¿Qué quieres que haga con Emiliano?
Mi papá se giró y me miró con esos ojos duros que antes solo usaba para regañar a Diego cuando llegaba tarde. —Ya eres grande, Mariana. Tienes 28 años. No puedes vivir aquí para siempre. Esta casa es pequeña y tu hermano necesita espacio para estudiar. Además… —hizo una pausa— yo también necesito mi privacidad.
Sentí una punzada en el pecho. ¿Privacidad? ¿Acaso yo no tenía derecho a un poco de paz? Recordé las noches en las que me desvelaba buscando trabajo en internet mientras Emiliano dormía a mi lado en el colchón tirado junto a la cama de mis padres. Recordé cómo mi papá me abrazaba cuando era niña y me prometía que siempre estaría para mí.
—¿Y si encuentro otro trabajo? —pregunté desesperada—. Puedo ayudar más con los gastos. Solo necesito tiempo.
Mi mamá intervino por fin:
—Jorge, por favor… Mariana está haciendo lo que puede. No podemos dejarla en la calle.
Mi papá apretó los puños y miró al techo como buscando respuestas en las manchas de humedad.
—No es tan fácil, Laura. No es solo el dinero. Es… todo esto. La tensión. Los gritos. Ya no somos una familia, somos extraños compartiendo paredes.
Diego se levantó y salió sin decir palabra. Yo sentí que me ahogaba.
Esa noche no pude dormir. Escuché a Emiliano respirar a mi lado y pensé en lo injusta que era la vida. ¿Por qué tenía que elegir entre mi hijo y mi familia? ¿Por qué ser madre soltera era casi un pecado en este barrio?
Al día siguiente salí temprano a buscar trabajo otra vez. Caminé bajo el sol ardiente de Ciudad del Este, preguntando en tiendas, panaderías, hasta en una farmacia donde me miraron con lástima cuando vieron a Emiliano conmigo.
Regresé a casa al atardecer, con los pies hinchados y el corazón hecho trizas. Mi mamá me esperaba en la cocina.
—Hija, tu papá está muy alterado… pero te quiere. Solo está cansado —me dijo mientras me servía un poco de sopa aguada.
—¿Y yo? ¿Acaso yo no estoy cansada también? —le respondí sin poder contener las lágrimas.
Ella me abrazó fuerte, como cuando era niña y tenía miedo a la oscuridad.
Esa noche escuché a mis padres discutir en voz baja:
—No podemos dejarla sola con el niño…
—¿Y qué quieres que haga? ¿Que sigamos así toda la vida?
—Es nuestra hija…
Me tapé los oídos con la almohada y lloré hasta quedarme dormida.
Pasaron los días y la tensión creció como una tormenta a punto de estallar. Diego empezó a llegar más tarde del colegio; mi mamá se encerraba en su cuarto; mi papá apenas me dirigía la palabra.
Una tarde, mientras ayudaba a Emiliano con su tarea, mi papá entró al cuarto sin tocar.
—Tienes hasta fin de mes para irte —dijo seco—. Lo siento, Mariana.
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Miré a Emiliano, tan pequeño e inocente, y supe que tenía que ser fuerte por él.
Esa noche salí al patio y miré las estrellas como hacía de niña cuando soñaba con ser doctora o viajar lejos de aquí. Ahora solo soñaba con un lugar donde nadie me echara.
Al día siguiente hablé con una vecina, doña Rosa, quien me ofreció un cuarto pequeño detrás de su casa a cambio de ayudarla con las compras y limpiar su patio. No era mucho, pero era algo.
Cuando le conté a mi mamá, lloró conmigo. Mi papá solo asintió en silencio.
El día que me fui, cargando mis pocas cosas y llevando a Emiliano de la mano, sentí una mezcla de rabia, tristeza y alivio. Miré por última vez la casa donde crecí y pensé en todo lo que había perdido… pero también en lo que podía construir desde cero.
Ahora escribo esto desde ese cuartito prestado, escuchando a Emiliano reír mientras juega con una pelota vieja. Sigo buscando trabajo y soñando con un futuro mejor para él.
A veces me pregunto: ¿En qué momento dejamos de ser familia? ¿Cuándo el amor se volvió tan frágil como las paredes de esta casa?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿La familia debe ser siempre nuestro refugio o hay momentos en los que debemos aprender a volar solos?