¿De verdad me dejó a su hija?

—¿De verdad me dejó a su hija? —sentí que la pregunta me desgarraba por dentro, mientras el papel temblaba en mis manos sudorosas. El silencio de la casa era tan espeso que podía escuchar el tic-tac del reloj de la cocina, ese mismo que Anahí siempre decía que sonaba como un corazón cansado.

La nota era breve, escrita con la letra apurada de mi hija: “Mamá, no puedo más. Cuida a Sofi. Perdóname.”

Me desplomé en la silla, con Sofi dormida en el sofá, abrazando su peluche de conejo. ¿Cómo era posible? ¿Anahí, mi hija, la que siempre peleaba conmigo pero nunca se iba más de unas horas? ¿De verdad me había dejado a su hija y se había marchado sin mirar atrás?

No podía dejar de pensar en nuestra última discusión. Había sido hace apenas dos noches. Ella llegó tarde, otra vez, y yo exploté:

—¡No puedes seguir así, Anahí! ¡Tienes una hija! ¿Hasta cuándo vas a vivir como si fueras una adolescente?

Ella me miró con esos ojos oscuros llenos de rabia y cansancio:

—¡Tú no entiendes nada, mamá! ¡Nunca entendiste! Si tanto te molesta cómo soy, ¿por qué no te ocupas tú de Sofi?

Las palabras se quedaron flotando en el aire como una amenaza. Pero nunca pensé que lo haría. Nunca pensé que se iría de verdad.

Ahora, con la nota en la mano y Sofi en casa, sentí que el pasado me golpeaba con fuerza. Recordé cuando yo misma era una madre joven, sola y asustada en un barrio popular de Buenos Aires. Mi mamá me ayudó lo que pudo, pero siempre sentí que le fallaba. ¿Estaba repitiendo la historia con Anahí?

El teléfono sonó y casi salto del susto. Era mi hermana Lucía.

—Valentina, ¿qué pasa? Te escuchás rara.

—Anahí… se fue. Me dejó a Sofi —dije, y la voz se me quebró.

Lucía guardó silencio unos segundos.

—¿Y ahora qué vas a hacer?

No supe qué responderle. ¿Qué iba a hacer? ¿Buscarla? ¿Llamar a la policía? ¿Decirle a Sofi que su mamá se fue?

Me acerqué al sofá y acaricié el cabello suave de mi nieta. Tenía apenas cinco años y ya le tocaba cargar con el abandono. Me pregunté si alguna vez entendería por qué su mamá se fue.

Esa noche no dormí. Cada ruido me hacía pensar que Anahí volvería, que abriría la puerta y diría que todo era un malentendido. Pero no volvió.

Los días pasaron lentos y pesados. Sofi preguntaba por su mamá:

—¿Cuándo vuelve mami?

Yo inventaba excusas:

—Está trabajando mucho, mi amor. Pero te manda besos.

Por dentro, me carcomía la culpa. ¿Había sido demasiado dura con Anahí? ¿La empujé yo misma a irse? Recordé todas las veces que le grité, que le reproché sus errores, sin ver lo cansada y sola que estaba.

Una tarde, mientras Sofi dibujaba en la mesa del comedor, llegó la vecina, doña Marta. Siempre tan metida en todo.

—Valentina, ¿es cierto lo que dicen? ¿Que Anahí te dejó a la nena?

Sentí vergüenza y rabia.

—No sé dónde está mi hija —dije seca.

Marta suspiró.

—Ay, querida… No sos la primera ni serás la última. Mi nuera también se fue hace años. Los chicos sufren mucho…

No quise escuchar más. Cerré la puerta y lloré en silencio.

Esa noche soñé con Anahí cuando era chiquita. La veía correr por el patio de tierra, riendo, con las rodillas raspadas y el pelo desordenado. ¿En qué momento nos perdimos? ¿Cuándo dejé de ser su refugio para convertirme en su enemiga?

Una semana después recibí un mensaje de WhatsApp desde un número desconocido: “Estoy bien. No busques. Cuida a Sofi.”

Sentí alivio y furia al mismo tiempo. Le respondí enseguida:

—Anahí, volvé por favor. Sofi te necesita. Yo también.

No hubo respuesta.

Empecé a buscar ayuda. Fui al centro comunitario del barrio y hablé con la trabajadora social, Mariana.

—No sos la única abuela criando nietos —me dijo—. Hay muchas mujeres como vos. No te culpes tanto.

Pero era imposible no culparme. Cada vez que Sofi lloraba por las noches llamando a su mamá, sentía que el corazón se me partía en mil pedazos.

Un día, mientras preparaba mate en la cocina, escuché a Sofi hablando sola en el patio:

—Mami va a volver… Mami va a volver…

Salí y la abracé fuerte.

—Sí, mi amor… Va a volver —le mentí otra vez.

Con el tiempo, los rumores crecieron en el barrio: que Anahí se había ido con un hombre al norte; que estaba trabajando en Chile; que había caído en algo feo. Nadie sabía nada cierto.

Mi hermana Lucía venía seguido a ayudarme con Sofi.

—Tenés que seguir adelante —me decía—. Por la nena.

Pero yo no podía dejar de buscar señales de Anahí en cada rincón: una foto vieja bajo la almohada de Sofi; una remera olvidada; un perfume gastado.

A veces soñaba que volvía arrepentida y nos abrazábamos llorando. Otras veces soñaba que nunca más volvía y yo tenía que criar a Sofi sola hasta el final.

Una tarde lluviosa de agosto, mientras mirábamos dibujos animados con Sofi tapadas con una manta, ella me miró seria:

—Abu… ¿vos también te vas a ir?

Sentí un nudo en la garganta.

—No, mi vida —le prometí—. Yo nunca te voy a dejar sola.

Y esa promesa me dio fuerzas para seguir adelante cada día, aunque por dentro estuviera rota.

Hoy han pasado seis meses desde aquella nota. No sé dónde está Anahí ni si algún día volverá. Pero aprendí algo: el amor no es perfecto ni suficiente para evitar todos los errores, pero sí es lo único capaz de sostenernos cuando todo lo demás se cae.

A veces me pregunto: ¿qué habría pasado si hubiera escuchado más y juzgado menos? ¿Cuántas madres e hijas viven esta misma historia en silencio? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?