¿Debo entregar mi casa a mi hermano? Una decisión que me rompió el alma

—¿Estás ahí, Lucía?— La voz de mi madre temblaba al otro lado del teléfono, como si supiera que lo que estaba a punto de decirme iba a romper algo dentro de mí.

Era una tarde lluviosa en Ciudad de México, y yo acababa de llegar del trabajo, agotada y con la cabeza llena de pendientes. Mi pequeño departamento en la colonia Narvarte era mi refugio, el único lugar donde sentía que podía respirar tranquila. Pero esa llamada lo cambió todo.

—Tu hermano está pasando por un momento muy difícil… —empezó mi mamá, y supe al instante que venía una petición imposible.

Mi hermano menor, Santiago, siempre había sido el consentido. Desde niños, cuando papá nos dejó, mamá volcó todo su amor y sus esperanzas en él. Yo aprendí a ser fuerte sola: trabajé desde los diecisiete, estudié en la UNAM por las noches y ahorré cada peso para comprar este departamento. Nadie me regaló nada.

—¿Qué necesitas, mamá? —pregunté, aunque ya intuía la respuesta.

—Santi perdió el trabajo… y la novia lo echó de su casa. No tiene a dónde ir. Pensamos… bueno, pensamos que podrías prestarle tu departamento un tiempo. Tú podrías regresar con nosotras…

Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo podía ser tan fácil para ellos pedirme eso? ¿Acaso no veían todo lo que me costó llegar hasta aquí?

—Mamá, este es mi hogar. Todo lo que tengo está aquí —le respondí, tratando de no sonar egoísta.

—Es tu hermano, Lucía. La familia es lo más importante —insistió ella, y sentí cómo la culpa se deslizaba por mis venas como veneno.

Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama pensando en Santiago: en cómo siempre se metía en problemas y mamá corría a salvarlo. Recordé cuando vendieron el coche viejo para pagarle una deuda; cuando yo pedí ayuda para la universidad, sólo recibí un abrazo y un “tú puedes sola”.

Al día siguiente, Santiago me llamó. Su voz era suave, casi infantil.

—Hermana… sé que te pido mucho, pero sólo sería un par de meses. Te lo juro. No tengo a quién más acudir.

Me imaginé regresando a la casa de mamá y abuela en Iztapalapa: tres mujeres en un espacio pequeño, compartiendo baño y peleando por la televisión. Recordé las discusiones por dinero, los silencios incómodos cuando hablábamos de papá, los gritos de los vecinos a medianoche.

—¿Por qué siempre tengo que ceder yo? —le pregunté a Santiago, sin poder evitar que se me quebrara la voz.

—No es justo, Lucía… pero te necesito —me dijo él.

Pasaron los días y la presión aumentó. Mamá dejó de llamarme para platicar; sólo preguntaba si ya había tomado una decisión. Abuela me miraba con tristeza cada vez que iba a visitarlas los domingos. Sentía que todos esperaban que yo sacrificara mi felicidad por el bien común.

En el trabajo no podía concentrarme. Mi jefa, Mariana, notó mi distracción y me invitó a tomar un café después de la oficina.

—A veces las mujeres cargamos con todo —me dijo ella—. Nos enseñan a poner a los demás primero, pero ¿quién piensa en nosotras?

Sus palabras me hicieron llorar. Me sentí vista por primera vez en semanas.

Esa noche hablé con mi mejor amiga, Valeria. Ella creció en una familia parecida a la mía y sabía lo que era ser “la fuerte”.

—Si cedes ahora —me advirtió—, nunca van a dejar de pedirte más. ¿Y tú? ¿Cuándo vas a vivir para ti?

Pero también pensaba en Santiago durmiendo en un sillón prestado o peor aún, en la calle. ¿Podría vivir con esa culpa?

Finalmente, reuní a mi familia en el departamento. Mamá llegó con los ojos rojos; Santiago traía una mochila vieja y la mirada baja; abuela se sentó en silencio junto a la ventana.

—Quiero que me escuchen —dije con voz temblorosa—. Este lugar es fruto de años de esfuerzo. No puedo dejarlo así nada más… pero tampoco quiero darle la espalda a mi hermano.

Mamá empezó a llorar. Santiago no me miraba.

—Propongo algo —continué—: Santi puede quedarse aquí dos semanas mientras busca trabajo y un lugar donde vivir. Yo lo ayudo con el currículum y las entrevistas. Pero después de ese tiempo, necesito recuperar mi espacio.

El silencio fue pesado como plomo. Abuela asintió despacio; mamá sollozaba; Santiago murmuró un “gracias” casi inaudible.

Las siguientes semanas fueron un infierno: compartir mi espacio con Santiago era revivir viejas heridas. Dejaba platos sucios, llegaba tarde y no parecía buscar trabajo con muchas ganas. Discutimos varias veces; una noche le grité que estaba harta de ser siempre la responsable.

El día que se cumplió el plazo, le pedí que se fuera. Mamá me llamó egoísta; abuela no me habló por días. Santiago se fue sin despedirse.

Hoy, meses después, sigo preguntándome si hice lo correcto. La familia ya no es la misma; las llamadas son menos frecuentes y las reuniones más tensas. Pero cada noche cierro la puerta de mi departamento y respiro hondo: este espacio es mío, por fin.

A veces me pregunto: ¿cuánto debemos sacrificar por los nuestros? ¿Dónde está el límite entre ayudar y perderse a uno mismo? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?