Dejar de ser el sostén: El precio de perder a mi nieta

—¡No puedes hacerme esto, mamá! —gritó Pedro, su voz temblando de rabia y desesperación, mientras golpeaba la mesa de la cocina con el puño cerrado. Yo lo miraba, sintiendo cómo el corazón se me encogía en el pecho. Afuera, la lluvia golpeaba los techos de lámina del barrio como si quisiera entrar y ser testigo de nuestra tragedia.

—Pedro, ya no puedo seguir ayudándote. Ya no tengo más —le respondí, tratando de mantener la voz firme, aunque por dentro me desmoronaba. Había trabajado toda mi vida como enfermera en un hospital público de Ciudad de México, ahorrando cada peso para el futuro. Pero ahora, con la pensión apenas alcanzando para mis medicinas y la renta, no podía seguir manteniendo a un hijo adulto y su familia.

Él se levantó bruscamente, tirando la silla al suelo. —Entonces olvídate de ver a Camila. No quiero que te acerques a ella si no puedes apoyarnos. No necesitamos tu lástima.

Sentí como si me arrancaran el alma. Camila, mi nieta, era la luz de mis días. Desde que nació, fui su refugio: le enseñé a leer, le cociné sus sopas favoritas, le tejí su primer suéter rosa. Pero ahora Pedro usaba ese amor como moneda de cambio.

Esa noche no dormí. Me quedé sentada en la cama, mirando las fotos viejas pegadas en la pared: Pedro con su uniforme escolar, Camila en mis brazos, todos sonriendo como si nada pudiera rompernos. ¿En qué momento el dinero se volvió más importante que el amor? ¿Cuándo dejé de ser madre para convertirme en un cajero automático?

Los días siguientes fueron un infierno. Llamaba a la casa de Pedro y nadie contestaba. Fui hasta allá y nadie abrió la puerta. Pregunté a los vecinos y sólo bajaban la mirada, incómodos. En el mercado, una amiga me dijo que había visto a Camila con su mamá, pero que la niña parecía triste, callada.

Mi nuera, Fernanda, nunca me quiso mucho. Siempre pensó que yo consentía demasiado a Pedro y que él debía aprender a valerse por sí mismo. Pero ahora ella también se sumó al silencio. Me bloqueó del WhatsApp y ni siquiera respondía mis mensajes preguntando por la salud de Camila.

Pasaron semanas. El barrio seguía su rutina: los niños jugando fútbol en la calle polvorienta, las señoras vendiendo tamales en la esquina, los hombres discutiendo política en la tienda. Pero yo me sentía invisible, como si hubiera dejado de existir desde que me arrebataron a mi nieta.

Un día recibí una llamada inesperada. Era mi hermana Lucía desde Puebla.

—María, ¿qué te pasa? Te escuchas apagada —me dijo con esa voz cálida que siempre me hacía sentir en casa.

Le conté todo entre sollozos. Ella guardó silencio unos segundos y luego suspiró.

—Hermana, tú le diste todo a Pedro. Pero los hijos también deben aprender a dar, no sólo a recibir. No puedes dejar que te chantajee así.

Sus palabras me dolieron porque eran ciertas. Recordé todas las veces que Pedro llegó a casa pidiendo dinero: para la renta atrasada, para el uniforme de Camila, para pagar una deuda del coche. Siempre encontraba una excusa y yo siempre cedía, pensando que así mantenía unida a la familia.

Pero ahora estaba sola. Y lo peor era el vacío que dejó Camila en mi vida.

Un sábado por la tarde, mientras regaba las plantas del pequeño patio, escuché risas infantiles al otro lado del muro. Era Camila jugando con sus amigas del edificio vecino. Mi corazón latió con fuerza; quería correr y abrazarla, pero sabía que Pedro me lo prohibiría.

Me armé de valor y salí al pasillo. Camila me vio y corrió hacia mí antes de que pudiera detenerla.

—¡Abuela! —gritó mientras se lanzaba a mis brazos.

La abracé fuerte, sintiendo cómo las lágrimas me quemaban los ojos.

—Te extraño mucho, mi niña —le susurré al oído.

—Yo también te extraño, abuela. Papá dice que no puedo verte porque eres mala —me confesó con esa inocencia cruel que sólo tienen los niños.

Me arrodillé frente a ella y le tomé las manos.

—Nunca olvides cuánto te amo. Pase lo que pase —le dije antes de escuchar los pasos apresurados de Fernanda bajando las escaleras.

Fernanda me miró con furia y jaló a Camila del brazo.

—No tienes derecho a acercarte —me espetó—. Si quieres verla, ya sabes lo que tienes que hacer.

La vi alejarse con mi nieta llorando y sentí una rabia sorda mezclada con impotencia. ¿Cómo podía el dinero valer más que el amor de una abuela?

Esa noche decidí escribirle una carta a Pedro:

“Hijo,
Sé que estás enojado conmigo y entiendo tu frustración. Pero no puedo seguir dándote lo poco que tengo cuando apenas me alcanza para vivir dignamente. Te amo y amo a Camila más que a nada en este mundo, pero no puedo permitir que uses ese amor para manipularme. Espero que algún día puedas entenderlo.”

No recibí respuesta. Pasaron los meses y cada día era más difícil levantarme sin escuchar la voz de Camila o ver sus dibujos pegados en mi refrigerador oxidado.

En Navidad preparé su platillo favorito —pozole rojo— y puse un plato extra en la mesa por si acaso venían. Nadie llegó.

A veces pienso en buscar ayuda legal o acudir al DIF para pedir orientación sobre mis derechos como abuela. Pero luego recuerdo todas las veces que Pedro fue un niño dulce y cariñoso, y me duele pensar en llegar tan lejos contra mi propio hijo.

Hoy sigo esperando una llamada o una visita inesperada. Sigo guardando los juguetes viejos de Camila y sus libros infantiles por si algún día regresa corriendo a mis brazos.

Me pregunto: ¿cuántas madres en Latinoamérica han sentido este dolor? ¿Cuántas han sido usadas por sus propios hijos hasta quedarse vacías? ¿Vale la pena sacrificarlo todo por mantener unida a la familia cuando el precio es perderse a una misma?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Hasta dónde llegarían por amor a sus hijos y nietos?