Después de la Tormenta: Aprendiendo a Elegir Mi Propia Felicidad

—¿Otra vez sola, mamá? —me preguntó Lucía por teléfono, su voz mezclando ternura y lástima.

—Sí, hija, pero tranquila. Ya me acostumbré —mentí, mientras miraba la mesa puesta para uno y el reloj marcando las nueve de la noche. El eco de mi propia voz en el departamento vacío era mi única compañía desde hacía años.

Mis hijos se habían ido a buscar su destino: Lucía a Buenos Aires, Tomás a Santiago. Mi esposo, Ernesto, se marchó hace seis años con una mujer más joven, dejándome con una casa llena de recuerdos y una cama demasiado grande. Al principio, la soledad era un monstruo que me acechaba en cada rincón; después, se volvió mi sombra fiel.

Las tardes eran las peores. El mate se enfriaba en mis manos mientras miraba por la ventana los árboles del barrio de Caballito. Me preguntaba si alguna vez volvería a sentirme viva, si alguien volvería a mirarme como lo hizo Ernesto en aquellos años felices. Pero la vida seguía, y yo aprendí a sobrevivir entre silencios y rutinas.

Hasta que una tarde de otoño, mientras hacía fila en la panadería, escuché una voz detrás de mí:

—¿Te animás a recomendarme unas buenas medialunas? —dijo un hombre de cabello canoso y sonrisa cálida.

Me reí sin querer. Hacía mucho que nadie me hablaba así, con esa mezcla de confianza y picardía. Se llamaba Ricardo, era viudo y tenía dos hijos grandes. Nos sentamos en una mesa del café de la esquina y hablamos durante horas. Me sentí ligera, como si el peso de los años se hubiera evaporado.

Ricardo empezó a llamarme todos los días. Me invitaba al cine, a caminar por el parque Centenario, a tomar helado en la plaza. Mis amigas decían que parecía una adolescente enamorada. Yo misma no me reconocía: volvía a maquillarme, a elegir ropa bonita, a reírme fuerte.

Pero pronto llegaron las dudas. Una noche, mientras cenábamos en su departamento, Ricardo me tomó la mano y dijo:

—¿Te gustaría mudarte conmigo? No quiero pasar más noches solo.

Sentí un nudo en el estómago. ¿Estaba lista para volver a compartir mi vida? ¿O solo tenía miedo de quedarme sola para siempre?

Empecé a notar pequeñas cosas: Ricardo era cariñoso, pero también controlador. Se molestaba si salía con mis amigas o si hablaba mucho con Lucía por teléfono. Una tarde discutimos porque le dije que quería pasar el domingo con Tomás y su familia.

—Siempre tus hijos primero —me reprochó—. ¿Y yo?

Me dolió escucharlo. Había luchado tanto por reconstruir mi vida que ahora sentía que debía elegir entre mi felicidad y la de los demás.

Una noche, después de otra discusión, llamé a Lucía llorando.

—Mamá —me dijo—, vos no necesitás a nadie para ser feliz. Ya pasaste por mucho. No te olvides de vos misma.

Sus palabras me hicieron pensar en todo lo que había soportado: años de silencio con Ernesto, noches enteras esperando una caricia que nunca llegaba. ¿Por qué ahora debía conformarme con menos de lo que merecía?

Decidí tomar distancia de Ricardo. Le expliqué que necesitaba tiempo para mí, para reencontrarme con esa mujer que había aprendido a disfrutar su soledad. Él no lo entendió y se fue molesto.

Los días siguientes fueron difíciles. Extrañaba sus mensajes, sus bromas tontas, el calor de su abrazo. Pero también sentí alivio: volví a leer mis libros favoritos, a caminar sola por el barrio, a invitar amigas a casa sin dar explicaciones.

Un sábado por la tarde, Tomás vino a visitarme con sus hijos. Llenaron el departamento de risas y desorden. Mientras preparábamos empanadas juntos, Tomás me abrazó y dijo:

—Te veo bien, mamá. Más tranquila.

Le sonreí. Por primera vez en mucho tiempo, sentí paz.

Ahora sé que la soledad no es un castigo ni una condena. Es un espacio donde puedo escucharme, cuidarme y decidir qué quiero para mi vida. Si algún día vuelvo a enamorarme, será porque esa persona suma alegría y no resta libertad.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo han sentido miedo de estar solas? ¿Cuántas han aceptado menos de lo que merecen por temor al silencio? Quizás sea hora de hablarlo sin vergüenza y apoyarnos unas a otras.

¿Y vos? ¿Alguna vez elegiste tu propia felicidad antes que la compañía equivocada?