Después de la Tormenta: Secretos en la Casa de los Robles
—Ela, tenemos que hablar —dijo la voz de Marcos al otro lado del teléfono, tan fría que sentí un escalofrío recorrerme la espalda.
Me quedé mirando la maleta junto a la puerta, la misma que habíamos usado para ir a la playa con los niños cuando eran pequeños. Ahora estaba llena de sus cosas, lista para irse. Afuera, la lluvia golpeaba el ventanal del departamento en el barrio San Miguel de Lima, como si el cielo también llorara conmigo.
—¿Hablar? ¿Después de todo esto? —le respondí, sintiendo cómo la rabia y el miedo se mezclaban en mi garganta.
—No lo entiendes, Ela. No es solo por Lucía… Hay cosas que no sabes —dijo él, y colgó antes de que pudiera preguntarle qué demonios quería decir.
Me quedé sola, abrazando mis rodillas en el sofá. Treinta años juntos. Treinta años desde aquel primer beso en la fiesta universitaria en la Católica, desde las noches sin dormir con los bebés, desde los domingos de ceviche y risas en familia. ¿Y ahora? Todo se desmoronaba por una mujer que yo misma había invitado a mi casa hace dos meses, creyendo que era solo una vieja amiga de colegio.
La traición dolía, pero lo que me carcomía era esa frase: “Hay cosas que no sabes”. ¿Qué podía ser peor que esto?
Esa noche no dormí. El sonido del reloj era un martillo en mi cabeza. A las cinco de la mañana, bajé a preparar café. El aroma llenó la cocina, pero ya nada tenía sabor. Mi hija menor, Camila, bajó las escaleras con los ojos hinchados.
—¿Mamá? ¿Papá ya se fue? —preguntó con voz temblorosa.
—Sí, hija. Se fue —le respondí, tratando de sonar fuerte, pero mi voz se quebró.
Camila me abrazó y lloramos juntas. Mi hijo mayor, Diego, llegó al rato. No dijo nada; solo me miró con una mezcla de furia y tristeza. En el desayuno, nadie probó bocado.
Pasaron los días y Marcos no volvió a llamar. Lucía tampoco dio señales de vida. Los vecinos murmuraban; las amigas llamaban para ofrecer consuelo o para preguntar detalles morbosos. Yo solo quería desaparecer.
Una tarde, mientras ordenaba el estudio de Marcos, encontré una carpeta vieja detrás de los libros de derecho. Era una carpeta azul con papeles amarillentos y fotos en blanco y negro. Al principio pensé que eran recuerdos de su infancia en Arequipa, pero al revisar las cartas vi mi nombre escrito una y otra vez.
“Para Ela. Perdóname por lo que hice. Algún día entenderás.”
La letra era de mi suegra, doña Rosaura. Sentí un nudo en el estómago. Empecé a leer las cartas y descubrí una historia que jamás imaginé: Marcos no era hijo biológico de Rosaura y don Ernesto. Había sido adoptado cuando tenía apenas dos años, después de que su madre biológica —una joven campesina llamada Juana— muriera en circunstancias misteriosas en un pueblo perdido de Puno.
El secreto me golpeó como una ola helada. ¿Por qué nunca me lo contó? ¿Por qué Rosaura me escribía esas cartas y nunca las envió?
Esa noche llamé a mi hermana Patricia.
—¿Tú sabías algo de esto? —le pregunté entre sollozos.
—No… pero mamá siempre decía que Rosaura escondía algo grande. Ela, tienes que hablar con Marcos —me aconsejó.
Pero yo no quería hablar con él. No después de lo que me había hecho.
Los días pasaron y la tensión en casa crecía. Camila empezó a llegar tarde; Diego se encerraba en su cuarto y apenas comía. Yo sentía que todo se desmoronaba.
Una tarde lluviosa, Lucía apareció en mi puerta. Tenía el cabello mojado y los ojos rojos.
—Ela… déjame explicarte —suplicó.
—¿Explicarme qué? ¿Que te metiste con mi esposo después de treinta años de amistad? —le grité, sintiendo cómo la rabia me quemaba por dentro.
—No es solo eso… Marcos está mal. Está buscando a su verdadera familia. Yo solo… yo solo quise ayudarlo —dijo entre lágrimas.
La miré sin entender nada.
—¿Ayudarlo? ¿Acostándote con él?
Lucía bajó la cabeza.
—No tienes idea del dolor que lleva dentro. Él cree que su madre biológica fue asesinada por alguien del pueblo… Cree que su vida entera es una mentira —confesó.
Sentí un vértigo brutal. Todo lo que creía seguro se volvía arena bajo mis pies.
Esa noche busqué a Marcos en el hotel donde se estaba quedando. Cuando abrió la puerta, parecía un hombre derrotado: ojeroso, flaco, envejecido.
—¿Por qué nunca me contaste nada? —le pregunté sin rodeos.
Él se sentó en la cama y empezó a llorar como un niño.
—Tenía miedo… Miedo de perderte, miedo de no ser suficiente para ti ni para los chicos. Cuando Lucía apareció, sentí que podía confiarle todo lo que nunca te dije… Me equivoqué —admitió entre sollozos.
Me senté a su lado y por primera vez en semanas sentí compasión por él. No lo justificaba, pero entendía su dolor.
—¿Qué vas a hacer ahora? —le pregunté.
—Voy a buscar a mi familia en Puno. Necesito saber quién soy realmente —respondió con una determinación nueva en su voz.
Regresé a casa esa noche sintiéndome vacía pero también más ligera. Por primera vez entendí que el dolor ajeno puede ser tan profundo como el propio y que a veces las traiciones nacen del miedo y no solo del egoísmo.
Con el tiempo, mis hijos y yo aprendimos a vivir sin Marcos. Camila empezó terapia; Diego se mudó a Cusco para estudiar arqueología y yo retomé mis clases de literatura en la universidad popular del barrio. A veces recibo cartas de Marcos desde Puno; dice que está reconstruyendo su historia y que espera algún día poder perdonarse a sí mismo.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas familias viven atrapadas en secretos y mentiras por miedo al qué dirán? ¿Cuántas mujeres como yo han tenido que reconstruirse desde las cenizas?
¿Y tú? ¿Te atreverías a descubrir los secretos más oscuros de tu propia familia si supieras que podrían destruirlo todo?