Después de la última puerta cerrada: ¿Soy el monstruo de mi propia familia?
—¡No tienes derecho a quedarte aquí!— grité, con la voz quebrada y las manos temblorosas, mientras el eco de mis palabras rebotaba en las paredes de la sala. Marta, la pareja de mi papá durante los últimos diez años, me miró con una mezcla de rabia y súplica. Afuera, el cielo de Ciudad de México se oscurecía, como si también él presintiera el desastre que se avecinaba.
Nunca imaginé que el día que enterráramos a mi papá terminaría así, con maletas en la puerta y lágrimas en los ojos. Pero aquí estaba yo, Lucía Ramírez, la hija mayor, enfrentando a una mujer que nunca acepté del todo en nuestra familia. Mi hermano menor, Emiliano, solo observaba desde la esquina, incapaz de intervenir. Mi mamá había muerto cuando yo tenía quince años; desde entonces, mi papá y yo nos habíamos aferrado el uno al otro como náufragos. Cuando Marta llegó a nuestras vidas, sentí que me robaba lo poco que me quedaba.
—Lucía, por favor…—susurró Marta—. No tengo a dónde ir. Esta también fue mi casa.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Era cierto? ¿Era su casa? ¿O solo era una invitada temporal en la vida de mi papá? Recordé las veces que la escuché reír en la cocina, los domingos que preparaba chilaquiles para todos, como si quisiera ocupar el lugar de mi mamá. Pero también recordé las discusiones a puerta cerrada, los silencios incómodos en la mesa y cómo mi papá se fue apagando después del diagnóstico.
La enfermedad llegó como un ladrón en la noche. Cáncer de páncreas. En seis meses, mi papá pasó de ser un hombre fuerte y bromista a una sombra en su propia cama. Marta estuvo ahí, sí, pero yo también. Fui yo quien lo bañó cuando ya no podía moverse; fui yo quien dejó su trabajo en la panadería para cuidarlo día y noche. Marta seguía trabajando como enfermera y llegaba tarde, siempre con excusas. «Es que no puedo perder mi empleo», decía. Yo sentía que huía del dolor.
El día del funeral, mis tías murmuraban entre ellas: «Pobre Lucía, tan joven y con tanta carga». Nadie mencionó a Marta. Nadie le dio el pésame. Ella era la sombra incómoda en las fotos familiares.
Esa noche, después de que todos se fueron, Marta se sentó en el sillón con una copa de vino y encendió la televisión como si nada hubiera cambiado. Yo exploté.
—¿De verdad piensas quedarte aquí?—le pregunté.
Ella me miró sorprendida.—¿Por qué no? Aquí viví con tu papá diez años. Aquí están mis cosas.
—Pero esta casa es de mi familia—dije, sintiendo cómo la rabia me subía por el pecho—. Mi papá nunca te puso como dueña. Esta casa es lo único que nos queda a Emiliano y a mí.
Marta se levantó despacio.—Tu papá me amaba. Me prometió que podría quedarme…
—¡Las promesas no valen nada si no están en papel!—le grité.
Emiliano entró en ese momento.—Ya basta, Lucía…
Pero yo no podía parar. Todo el dolor acumulado salió como un torrente: los años sintiéndome desplazada, el miedo a perderlo todo, la rabia por ver cómo Marta ocupaba cada espacio de nuestra vida.
Al final, Marta recogió sus cosas en silencio. Nadie vino a ayudarla. Cuando cerró la puerta detrás de ella, sentí un alivio momentáneo… seguido por una culpa tan grande que me dejó sin aire.
Los días siguientes fueron un infierno. Mis tías me llamaban para decirme que había hecho lo correcto: «Esa mujer solo quería aprovecharse». Pero mis primos murmuraban que era una desalmada. Emiliano apenas me hablaba; se encerró en su cuarto y dejó de comer conmigo.
Una noche lo enfrenté:
—¿Tú también piensas que soy un monstruo?
Él bajó la mirada.—No sé… Solo sé que papá quería a Marta y tú… tú solo piensas en lo tuyo.
Me dolió más que cualquier insulto. ¿Era cierto? ¿Solo pensaba en mí? Recordé las veces que vi a Marta llorar sola en el baño; las veces que intentó acercarse a mí y yo la rechacé con frialdad.
Pero también recordé cómo mi papá me tomó la mano antes de morir:
—Cuida de tu hermano… y cuida esta casa. No dejes que nadie los desplace.
¿A qué se refería? ¿A Marta? ¿O solo era su miedo a dejarme sola?
Las semanas pasaron y la casa se volvió más fría. Emiliano se fue a vivir con unos amigos; yo me quedé sola entre recuerdos y fantasmas. Un día encontré una carta escondida entre los libros de mi papá. Era para mí:
«Hija,
Sé que no ha sido fácil aceptar a Marta. Pero ella me hizo feliz cuando ya no creía posible volver a sonreír después de tu mamá. No te pido que la ames, solo que seas justa. La vida es corta y el rencor pesa mucho más cuando uno está solo.
Con amor,
Papá»
Lloré toda la noche abrazada a esa carta. Por primera vez sentí compasión por Marta… y por mí misma.
Hoy escribo esto porque necesito entender si hice lo correcto o si el dolor me cegó. ¿De verdad protegí a mi familia o solo defendí mi propio miedo? ¿Cuántos de ustedes han tenido que elegir entre lo justo y lo necesario?
A veces me pregunto: ¿es posible perdonar cuando el daño ya está hecho? ¿O estamos condenados a cargar con nuestras decisiones para siempre?