Después de los Cincuenta: El Espejo Roto de mi Matrimonio

—¿Y ahora qué te pasa, Ernesto? —le pregunté una noche, mientras lo veía frente al espejo, peinándose con una dedicación casi obsesiva. Había pasado de ser ese hombre tranquilo, con barriga y canas, a alguien que contaba calorías, hacía ejercicio y se compraba camisas ajustadas que jamás habría usado antes.

No me miró. Solo se acomodó el cabello, ahora teñido de un castaño que no le quedaba natural, y murmuró: —Nada, Lucía. Solo quiero verme mejor.

Pero yo sabía que algo estaba cambiando. Después de treinta y dos años juntos, uno aprende a leer los silencios, las miradas esquivas, los mensajes que llegan tarde en la noche y se contestan con una sonrisa tonta. Al principio me engañé. Pensé: «Quizás por fin se dio cuenta de que yo también merezco un poco de atención». Me ilusioné con la idea de que quería reconquistarme, que después de criar a nuestros hijos y sobrevivir a tantas crisis económicas en nuestro pequeño pueblo en Jalisco, por fin nos tocaba vivir para nosotros.

Pero las señales eran cada vez más claras. Ernesto llegaba tarde del trabajo, olía a perfume caro —uno que yo no le había regalado— y pasaba horas en el celular. Una tarde, mientras preparaba café para los dos, escuché su risa desde el patio. Me asomé y lo vi hablando por videollamada. Cuando me vio, colgó rápido y fingió buscar algo en el jardín.

—¿Con quién hablabas? —pregunté sin rodeos.

—Con un cliente —respondió, pero su voz tembló apenas un segundo.

Esa noche no pude dormir. Recordé todas las veces que me había sentido invisible: cuando los niños eran pequeños y yo era solo «la mamá»; cuando él llegaba cansado y apenas me saludaba; cuando mis amigas me decían que debía arreglarme más, como si la culpa fuera mía por perder su interés. Pero ahora era él quien se arreglaba, quien buscaba miradas ajenas.

Una tarde de domingo, mientras Ernesto dormía la siesta, revisé su celular. No me siento orgullosa, pero necesitaba saber la verdad. Ahí estaban los mensajes: «Te extraño», «No puedo esperar para verte otra vez», «Eres lo mejor que me ha pasado». El nombre: Mariana. Una mujer veinte años menor que yo, compañera suya del trabajo.

Sentí que el mundo se me venía encima. Lloré en silencio en el baño para que mis hijos no me vieran. ¿Cómo podía competir con una mujer joven, sin arrugas ni cicatrices de partos? ¿Cómo podía luchar contra el tiempo?

Durante semanas fingí que no sabía nada. Cocinaba como siempre, lavaba su ropa nueva y sonreía en las reuniones familiares. Pero por dentro me estaba desmoronando. Mi hija menor, Sofía, notó mi tristeza.

—Mamá, ¿estás bien? —me preguntó una noche mientras lavábamos los platos.

No pude mentirle más. Le conté todo entre lágrimas. Ella me abrazó fuerte y me dijo: —No tienes que aguantar esto solo porque ya tienes más de cincuenta años. Tú vales mucho más.

Esas palabras me hicieron pensar. Recordé a mi madre, resignada a los desplantes de mi padre porque «así era la vida». Recordé a mis tías aconsejándome paciencia cuando Ernesto tenía sus arranques de mal humor. Pero yo no quería ser como ellas. No quería vivir el resto de mis días esperando migajas de amor.

Una tarde enfrenté a Ernesto.

—Sé lo de Mariana —le dije sin rodeos.

Él palideció. Por primera vez en años lo vi vulnerable.

—Lucía… yo…

—No quiero excusas —lo interrumpí—. Solo dime si todavía quieres estar conmigo o si prefieres irte con ella.

Se quedó callado mucho tiempo. Finalmente dijo:

—No sé qué quiero.

Esa respuesta fue peor que cualquier confesión. No era solo la traición; era la indiferencia, el desinterés por todo lo que habíamos construido juntos.

Decidí no esperar más. Hablé con mis hijos y les expliqué la situación. Ellos me apoyaron sin dudarlo. Mi hijo mayor incluso me ofreció quedarme con él en Guadalajara mientras resolvía qué hacer.

Los días siguientes fueron una mezcla de dolor y alivio. Dolor por lo perdido; alivio por dejar de fingir. Empecé a salir a caminar por las mañanas, a reunirme con mis amigas del club de costura, a leer novelas que tenía olvidadas en el buró desde hacía años.

Ernesto intentó acercarse varias veces. Me llevó flores, preparó mi desayuno favorito, incluso lloró una noche pidiéndome perdón.

—No sé en qué momento me perdí —me dijo—. Me sentí viejo, invisible… Quise sentirme vivo otra vez.

Lo miré a los ojos y vi al hombre con el que compartí media vida, pero también vi a alguien desconocido, alguien capaz de herirme sin pensarlo dos veces.

—Yo también me sentí invisible muchos años —le respondí—. Pero nunca busqué consuelo fuera de casa.

Decidimos darnos un tiempo separados. Él se fue a vivir con su hermana en Tepatitlán; yo me quedé en casa con Sofía. Al principio fue difícil dormir sola, enfrentar los chismes del pueblo, soportar las miradas de lástima en la iglesia los domingos.

Pero poco a poco empecé a sentirme libre. Volví a estudiar inglés en las noches; abrí un pequeño negocio de repostería con mi comadre Marta; viajé con mis hijos a la playa por primera vez en años.

Ernesto sigue llamando de vez en cuando. A veces hablamos largo rato; otras veces solo intercambiamos saludos cortos. No sé si algún día podremos reconstruir lo nuestro o si cada quien tomará su propio camino.

Lo único que sé es que después de los cincuenta aprendí a mirarme al espejo sin miedo ni vergüenza. Aprendí que mi valor no depende de la atención de un hombre ni del paso del tiempo.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo siguen callando su dolor por miedo al qué dirán? ¿Cuántas creen que ya es tarde para empezar de nuevo? ¿Y si nunca es tarde para volver a elegirnos a nosotras mismas?