Después del adiós: Aprendiendo a respirar en la soledad
—¿Y ahora qué vas a hacer, Mariana? —La voz de mi madre retumbó en la cocina, tan fría como el café que no me atrevía a probar.
No supe qué responderle. La noche anterior, Julián se había sentado frente a mí, con esa mirada cansada que últimamente era su única expresión. No hubo gritos ni reproches. Solo un suspiro largo y una frase que me partió en dos:
—Ya no puedo. Necesito un cambio. Otra vida.
Me quedé mirándolo, esperando que dijera algo más, que se arrepintiera, que me abrazara como antes. Pero solo se levantó, tomó su chaqueta y salió. El portazo fue suave, casi compasivo. Y yo me quedé ahí, con el eco de sus palabras y el zumbido de la nevera llenando el vacío.
Esa noche no dormí. Escuché a mis hijos, Sofía y Matías, respirar en sus camas. Pensé en el crédito hipotecario, en las cuentas por pagar, en la lista del supermercado. Pensé en cómo le explicaría a mi madre que mi matrimonio había terminado sin escándalos ni traiciones evidentes. Solo con cansancio y rutina.
—No puedes quedarte así —insistió mi madre al día siguiente—. Tienes que moverte, buscar trabajo, hacer algo.
La miré con rabia y tristeza. Ella nunca entendió lo que era criar hijos sola, porque mi papá siempre estuvo ahí, aunque fuera solo para sentarse frente al televisor con una cerveza. Pero yo… yo tenía que ser fuerte. Por mis hijos, por mí.
Las primeras semanas fueron un infierno silencioso. Los vecinos murmuraban cuando me veían salir sola con los niños. En la tienda del barrio, doña Rosa me preguntaba con lástima:
—¿Y Julián? ¿Ya no viene?
Yo solo sonreía y apretaba los dientes.
Sofía empezó a tener pesadillas. Matías preguntaba por su papá cada noche antes de dormir. Yo les inventaba historias: que estaba trabajando lejos, que pronto llamaría. Pero cada mentira era un peso más sobre mi pecho.
El banco no entendía de corazones rotos. Cada mes llegaba el aviso del crédito hipotecario. El dinero apenas alcanzaba para lo básico. Empecé a vender postres caseros entre las vecinas para juntar algo extra. Mi madre me ayudaba con los niños cuando podía, pero siempre con ese aire de sacrificio que me hacía sentir aún más sola.
Una tarde, mientras recogía a Sofía del colegio, la vi llorando en un rincón del patio.
—¿Qué te pasa, mi amor?
—Las niñas dicen que mi papá se fue porque tú eres mala —me susurró entre sollozos.
Sentí una rabia inmensa contra el mundo entero. ¿Por qué siempre es culpa de la mujer? ¿Por qué nadie pregunta por el hombre que se va?
Esa noche lloré en silencio mientras los niños dormían. Me sentí fracasada, invisible, inútil. Pero al día siguiente me levanté temprano y preparé desayuno como si nada hubiera pasado. Porque así es la vida aquí: una sigue aunque duela.
Un domingo cualquiera, Julián llamó por videollamada desde Medellín. Se veía diferente: más flaco, más joven quizás.
—¿Cómo están los niños? —preguntó sin mirarme a los ojos.
—Bien —respondí seca—. ¿Y tú? ¿Ya tienes esa otra vida?
Guardó silencio unos segundos.
—Estoy intentando…
Quise gritarle todo lo que sentía: el miedo, la rabia, la soledad. Pero solo colgué y fui a lavar los platos.
Con el tiempo aprendí a hacer las cosas sola: arreglar la gotera del baño, negociar con el banco una prórroga del crédito, asistir a las reuniones escolares sin sentirme observada. Descubrí una fuerza que no sabía que tenía.
Pero también aprendí a vivir con la culpa: por no haber visto las señales, por no haber luchado más, por no poder darles a mis hijos una familia completa.
Una noche, mientras cenábamos arroz con huevo —porque no alcanzaba para más— Sofía me miró y dijo:
—Mami, ¿tú eres feliz?
No supe qué responderle. ¿Feliz? No lo era. Pero estaba viva. Seguía aquí.
A veces sueño con Julián regresando, pidiéndome perdón, abrazando a los niños como antes. Pero al despertar solo está el silencio y el sonido lejano de una moto pasando por la calle.
He aprendido a respirar en medio de la ausencia. A veces me siento fuerte; otras veces solo quiero desaparecer. Pero cada día me levanto y sigo adelante.
Hoy miro hacia atrás y veo todo lo que he sobrevivido: el abandono, la soledad, el juicio de los demás. Y aunque todavía tengo miedo del futuro, sé que puedo enfrentarlo.
¿Será que algún día podré perdonarme por no haber visto venir el final? ¿O será que simplemente hay cosas que nunca se ven hasta que ya es demasiado tarde?