Deudas que desgarran: Cuando el dinero divide a la familia

—¿Otra vez te llamó tu mamá? —le pregunté a Andrés, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta, como si fuera un trago amargo imposible de tragar.

Él bajó la mirada, jugueteando con las llaves del carro. La noche había caído sobre Ciudad de México, y el bullicio de los autos apenas lograba tapar el silencio incómodo que se había instalado entre nosotros desde hacía semanas.

—Mariana, por favor, no empieces —susurró, casi como si le hablara al suelo.

Pero yo ya no podía callar. Desde que le prestamos a su mamá los 200 mil pesos para “salvar la casa”, nada volvió a ser igual. Al principio, lo hice por amor. Por él. Porque entendía lo que significaba para Andrés su familia, especialmente después de que su papá los abandonó cuando él era niño. Pero ahora… ahora sentía que me habían arrancado algo más que dinero.

—¿No ves que esto nos está destruyendo? —le dije, con la voz quebrada—. Ya no somos los mismos. Ya no confío en ti… ni en ella.

Andrés levantó la cabeza y sus ojos brillaron con una mezcla de tristeza y rabia.

—¡Es mi madre! ¿Qué querías que hiciera? ¿Dejarla en la calle?

Me quedé callada. No era tan sencillo. La primera vez que su mamá nos pidió ayuda, lo hizo llorando, con las manos temblorosas y la voz rota. “Mijito, si me quitan la casa, ¿dónde voy a vivir? ¿Dónde voy a poner mis cosas? ¿Dónde van a venir mis nietos?”

Yo también lloré ese día. Pero después vinieron las excusas: que el banco se tardaba, que el dinero no alcanzaba, que necesitaba un poco más para los gastos del abogado. Y así, mes tras mes, nuestro ahorro se fue evaporando. El viaje a Cancún que habíamos planeado para nuestro aniversario quedó en nada. La idea de cambiar el coche por uno más seguro para nuestra hija, Sofía, se volvió un sueño lejano.

Lo peor fue cuando mi cuñada, Paola, empezó a llamarme para “agradecerme” y luego para pedirme favores pequeños: que si podía cuidar a sus hijos porque tenía una entrevista de trabajo, que si le prestaba mi licuadora porque la suya se descompuso… Cada favor era una gota más en el vaso.

Una noche, mientras lavaba los platos, escuché a Andrés hablando por teléfono en voz baja. Me acerqué sin hacer ruido y escuché:

—Sí, mamá… Yo sé… Pero Mariana ya no quiere… No sé qué hacer…

Sentí un puñal en el pecho. ¿Ahora yo era la mala? ¿La egoísta?

Esa noche dormimos espalda con espalda. Soñé que estaba en medio de un río crecido, tratando de nadar hacia la orilla mientras Andrés me gritaba desde lejos que lo ayudara. Pero cada vez que intentaba acercarme, una corriente me arrastraba más lejos.

Al día siguiente, decidí enfrentar a mi suegra. Fui a su casa en Iztapalapa con Sofía de la mano. Ella me recibió con una sonrisa forzada y un café tibio.

—Doña Carmen —le dije sin rodeos—, necesitamos hablar del dinero.

Ella suspiró y se sentó frente a mí.

—Ay, Mariana… Yo sé que están molestos. Pero entiéndeme: yo no tengo a nadie más. Mis hijos son todo lo que tengo.

—Nosotros también tenemos una familia —le respondí—. Y ahora estamos al borde de perderlo todo por ayudarla.

Vi cómo sus ojos se llenaban de lágrimas. Por un momento sentí lástima… pero también rabia. ¿Por qué siempre éramos nosotros los que teníamos que sacrificar?

Al volver a casa, Andrés me esperaba en la sala. Había escuchado todo por teléfono; su madre lo había llamado apenas salí.

—¿Por qué fuiste a reclamarle? —me gritó—. ¡Es mi mamá!

—¡Y yo soy tu esposa! —le respondí—. ¿Cuándo vas a defendernos a Sofía y a mí?

La discusión fue tan fuerte que Sofía se puso a llorar y tuvimos que detenernos. Esa noche dormí en el sofá.

Los días siguientes fueron peores. Andrés llegaba tarde del trabajo y apenas me hablaba. Yo sentía un vacío en el pecho cada vez más grande. Empecé a preguntarme si valía la pena seguir luchando por un matrimonio donde siempre sería la segunda opción.

Una tarde, mientras recogía los juguetes de Sofía del piso, encontré una carta vieja de mi madre: “Nunca permitas que nadie te haga sentir menos en tu propia casa”. Lloré como no lo hacía desde niña.

Esa noche esperé a Andrés despierta. Cuando llegó, le dije:

—No puedo seguir así. Si no pones límites con tu familia, esto se acaba.

Él me miró largo rato antes de sentarse junto a mí. Por primera vez en meses, lloró frente a mí.

—No sé cómo hacerlo —me confesó—. Siento que si no ayudo a mi mamá, soy un mal hijo… pero si te pierdo a ti y a Sofía, no sé cómo seguir adelante.

Nos abrazamos y lloramos juntos hasta quedarnos dormidos en el sillón.

Hoy las cosas siguen siendo difíciles. Aún no hemos recuperado el dinero ni la confianza del todo. Pero Andrés empezó terapia y juntos estamos aprendiendo a poner límites sanos.

A veces me pregunto: ¿cuántas familias en Latinoamérica han pasado por esto? ¿Cuántos matrimonios se han roto por culpa del dinero y las lealtades divididas?

¿Vale la pena sacrificar tu propia familia por ayudar a los demás? ¿O hay un punto donde debemos aprender a decir “basta”? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?