Diez años de silencio: La historia de Isabella y el peso de la dependencia

—¿Otra vez vas a rechazar el trabajo, Isabella? —La voz de Marta retumba en la cocina, cortando el aire como un cuchillo. Tomás, mi esposo, baja la mirada y finge leer el periódico viejo que siempre deja sobre la mesa, como si las noticias pudieran salvarlo de la incomodidad.

No respondo. Aprieto el borde del delantal con los dedos sudorosos. El olor a café quemado se mezcla con el perfume rancio de la casa de la abuela Rosa, donde vivimos desde que Tomás perdió su primer empleo y no pudimos pagar el alquiler. Han pasado diez años desde entonces. Diez años en los que he sido una sombra entre estas paredes, cuidando a los niños, cocinando, limpiando… pero sin traer un solo peso a la casa.

Marta insiste. —Isabella, es solo medio turno en la panadería de don Ernesto. No tienes que cargar nada pesado. Solo atender la caja. ¿Por qué no quieres?

La miro, pero no puedo decirle la verdad. No puedo confesarle que cada vez que pienso en salir, en enfrentarme al mundo, siento que me ahogo. Que me tiemblan las manos y me sudan las axilas. Que tengo miedo de fallar, de que me miren raro, de no saber qué decir si alguien me pregunta algo fuera del guion. ¿Cómo le explico eso a Marta, que toda su vida trabajó en el hospital y nunca se permitió un día de debilidad?

Tomás me defiende con voz cansada:
—Mamá, déjala tranquila. Isabella cuida a los chicos y mantiene la casa en orden.

Pero sé que él también está cansado. Lo veo en sus hombros caídos cuando llega del turno nocturno en la fábrica textil. Lo escucho suspirar cuando revisa el monedero y cuenta las monedas para ver si alcanza para el gas o si tenemos que calentar agua en la estufa otra semana más.

A veces pienso que soy una carga. Que si yo trabajara, podríamos mudarnos a un lugar propio, comprarle zapatos nuevos a Lucía para la escuela o dejar de preocuparnos por si el techo aguanta otra temporada de lluvias. Pero entonces recuerdo el último intento: hace tres años, fui a una entrevista en una tienda de ropa. Me quedé paralizada frente a la encargada, tartamudeando respuestas torpes hasta que me despidió con una sonrisa forzada. Volví a casa llorando y Tomás me abrazó sin decir nada.

La abuela Rosa ya casi no sale de su cuarto. A veces llama a Lucía o a Emiliano para contarles historias de cuando era joven y tenía una tienda de abarrotes en el centro del pueblo. Yo escucho desde la puerta y me pregunto cómo hacía ella para ser tan fuerte.

Una tarde, mientras doblo ropa en el patio, Lucía se acerca con sus cuadernos.
—Mamá, ¿por qué no trabajas como las mamás de mis amigas? Ellas dicen que sus mamás son secretarias o enfermeras…

Me trago las lágrimas y le sonrío como puedo.
—Porque yo cuido de ustedes aquí en casa, mi amor.

Pero Lucía no parece convencida. Se va corriendo tras su hermano y yo siento que he fallado otra vez.

Las discusiones con Marta se hacen más frecuentes. Ella no entiende mi miedo ni mi vergüenza. Un día explota:
—¡No es justo para Tomás! ¡No es justo para los niños! Todos tenemos miedo alguna vez, Isabella, pero hay que enfrentarlo.

Me encierro en el baño y lloro hasta quedarme sin fuerzas. Me miro al espejo y veo a una mujer que ya no reconoce su reflejo: ojeras profundas, cabello sin brillo, manos agrietadas por el detergente barato.

Una noche, Tomás llega más tarde de lo habitual. Huele a sudor y a tristeza. Se sienta junto a mí en la cama y me toma la mano.
—Isa… No quiero presionarte, pero necesitamos más dinero. La fábrica va a recortar horas y no sé si podré seguir trayendo lo mismo cada mes.

Siento que el mundo se me viene encima. ¿Qué voy a hacer si Tomás pierde su trabajo? ¿Cómo vamos a sobrevivir?

Al día siguiente, Marta me deja un papel sobre la mesa: “Don Ernesto sigue buscando ayuda. Si quieres hablar con él, dile que vas de mi parte”.

Paso horas mirando ese papel. Lo doblo y lo desdoblo hasta que se vuelve suave como tela. Pienso en mis hijos, en Tomás, en Marta… Pienso en mí misma cuando era joven y soñaba con ser maestra o enfermera. ¿En qué momento me convertí en esto?

Esa noche no duermo. Escucho los ronquidos suaves de Tomás y el murmullo lejano de los autos en la avenida. Me levanto antes del amanecer y salgo al patio. El aire fresco me golpea la cara y por un momento siento que puedo respirar.

Me pregunto si algún día podré vencer este miedo. Si podré ser valiente como Marta o como la abuela Rosa. Si podré mirar a mis hijos a los ojos sin sentirme culpable.

¿Y ustedes? ¿Alguna vez han sentido que sus miedos los paralizan? ¿Cómo se enfrenta uno mismo cuando siente que le falla a quienes más ama?