Doce años de sacrificio: El día que todo cambió por una sola petición

—¿Por qué me haces esto, abuela? —le pregunté con la voz quebrada, sintiendo cómo el aire se volvía denso en la pequeña sala donde tantas veces compartimos café y risas.

Doña Carmen, mi abuela, me miró con esos ojos cansados que tantas veces me vieron llegar después del trabajo, con las manos llenas de pan dulce y el corazón dispuesto a escucharla. Pero esa tarde, su mirada era distinta: dura, lejana. Como si yo fuera una extraña.

Mi nombre es Zulema, pero todos me dicen Zuli. Desde que tengo memoria, mi familia ha sido pequeña y complicada. Mi mamá murió cuando yo tenía quince años, y mi papá se fue a buscar suerte a Estados Unidos y nunca volvió. Así que me quedé con mi abuela en nuestra casa de barrio en Córdoba, Argentina. Ella fue mi refugio y mi guía. Por eso, cuando empezó a enfermarse, no dudé en quedarme a su lado. Doce años de mi vida los dediqué a ella: la llevaba al médico, le cocinaba sus comidas favoritas, le leía novelas de Corín Tellado cuando la vista ya no le daba para leer sola.

Mis amigas me decían que estaba desperdiciando mi juventud. «Zuli, salí, conocé gente, viajá», me decían. Pero yo sentía que mi lugar era ese: cuidando a la mujer que me crió cuando nadie más quiso hacerlo. Nunca me pesó. Al contrario, sentía orgullo de poder devolverle un poco de todo lo que ella me dio.

Pero todo cambió el día que llegó mi prima Luciana desde Buenos Aires. Luciana siempre fue la favorita de la familia: bonita, carismática, con una sonrisa que desarma a cualquiera. Hacía años que no venía a Córdoba; apenas llamaba para los cumpleaños o las fiestas. Pero esa tarde apareció en la puerta con un ramo de flores y una bolsa de medialunas.

—¡Abu! ¡Qué linda estás! —exclamó Luciana, abrazando a Doña Carmen como si no hubieran pasado años sin verse.

Yo observaba desde la cocina, sintiendo una mezcla amarga de celos y desconfianza. No podía evitarlo. Sabía que Luciana no venía solo por cariño.

Durante esa semana, Luciana se quedó en casa. Hablaba con la abuela hasta tarde, le traía regalos y le prometía llevarla a pasear por la ciudad cuando se recuperara un poco más. Yo trataba de no darle importancia, pero cada vez que pasaba por el pasillo y escuchaba susurros entre ellas, sentía un nudo en el estómago.

Hasta que una noche escuché claramente:

—Abu, vos sabés cuánto te quiero… Y sé que Zuli te cuida mucho, pero yo también soy tu nieta. Si algún día te pasa algo… ¿podrías pensar en mí para la casa? En Buenos Aires todo es tan caro…

Me quedé helada detrás de la puerta. No podía creer lo que oía. ¿La casa? ¿Después de todo lo que hice por mi abuela, Luciana venía a pedirle la casa?

Esa noche no dormí. Al día siguiente, mientras le preparaba el desayuno a Doña Carmen, no pude contenerme:

—¿Es cierto lo que te pidió Luciana anoche?

Ella bajó la mirada y jugó con la taza entre las manos.

—Zuli… vos sabés que las cosas no son fáciles para nadie. Luciana está sola allá…

—¿Y yo? —le interrumpí— ¿Acaso yo no estoy sola también? ¿No fui yo quien dejó todo para cuidarte?

El silencio se hizo eterno. Sentí cómo algo se rompía dentro mío.

Días después llegó el notario a la casa. Mi abuela quería dejar todo en regla «por si acaso». Me pidió que estuviera presente cuando firmara los papeles.

—Zuli —me dijo con voz temblorosa—, quiero que entiendas que esto no cambia lo que siento por vos…

Pero sí lo cambió. La casa quedó a nombre de Luciana. Yo podía seguir viviendo allí mientras cuidara a la abuela, pero después… sería de mi prima.

No recuerdo haber llorado tanto como esa noche. Sentí rabia, tristeza y una soledad infinita. Llamé a mi tía Marta para contarle lo sucedido; ella solo suspiró y me dijo:

—Así son las cosas en las familias, Zuli. A veces uno da todo y recibe poco.

Los días siguientes fueron un infierno. Apenas podía mirar a mi abuela sin sentir resentimiento. Luciana volvió a Buenos Aires con una sonrisa triunfal y una promesa vacía de venir más seguido.

La relación con Doña Carmen nunca volvió a ser igual. Yo seguí cuidándola porque no sabía hacer otra cosa; pero cada caricia, cada sopa caliente, cada paseo al parque estaba teñido de dolor y desilusión.

Un año después, mi abuela falleció en mis brazos. La casa pasó a ser legalmente de Luciana. Me dieron un mes para mudarme.

Empaqué mis cosas entre lágrimas y rabia contenida. Nadie vino a ayudarme; ni siquiera Luciana apareció para despedirse o agradecerme por los años de cuidado.

Hoy vivo en un pequeño departamento alquilado en las afueras de Córdoba. Trabajo mucho para pagar las cuentas y trato de reconstruir mi vida desde cero. A veces me pregunto si valió la pena tanto sacrificio; si el amor realmente puede más que el egoísmo o si simplemente fui ingenua al pensar que la familia siempre recompensa el esfuerzo.

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Perdonarían una traición así? ¿O aprenderían a poner límites antes de perderlo todo?