Doce Años Levantando Nuestro Sueño: Ahora Mi Hija Quiere Quitárnoslo

—¿Entonces, mamá? ¿Qué piensas? —La voz de Mariana retumbó en la cocina, rompiendo el silencio que había dejado la lluvia sobre el techo de zinc.

Me quedé mirando sus manos, nerviosas, jugando con la servilleta. Afuera, el campo se extendía verde y húmedo, como todos los días desde que llegamos a este rincón del Tolima. Doce años atrás, cuando Julián y yo decidimos dejar Ibagué para construir aquí nuestro hogar, nadie creyó que aguantaríamos. Pero lo hicimos. Cada ladrillo, cada árbol plantado, cada noche sin luz ni agua potable… todo fue nuestro.

—No sé qué decirte, hija —respondí al fin, sintiendo que la voz me temblaba—. Esta casa es… es nuestra vida.

Julián entró en ese momento, con las botas llenas de barro y la frente arrugada. Mariana lo miró con esa mezcla de ternura y ansiedad que solo los hijos pueden tener cuando piden algo imposible.

—Papá, tú siempre dices que la familia es lo más importante. Yo quiero empezar mi vida aquí con Andrés. No tenemos cómo comprar una casa en la ciudad. Aquí hay espacio, hay tierra…

Andrés, su prometido, se quedó callado en la puerta. No era de muchas palabras, pero su mirada decía todo: esperanza y miedo.

Recordé las noches en que Julián y yo dormíamos en colchones sobre el piso de cemento, cubriéndonos con mantas viejas mientras soñábamos con tener una casa digna. Recordé los préstamos imposibles, los vecinos que nos decían locos por dejar la ciudad. Recordé cuando Mariana era niña y corría entre los cafetales, sin miedo a nada.

—¿Y nosotros? —preguntó Julián, con la voz ronca—. ¿Dónde quedamos nosotros?

Mariana bajó la cabeza. —Podrían quedarse en la casa pequeña de atrás… O irse a Ibagué con la tía Rosa. Ustedes ya hicieron su vida aquí. Ahora déjennos a nosotros intentarlo.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Era eso lo que merecíamos después de tanto esfuerzo? ¿Convertirnos en huéspedes en nuestra propia historia?

Esa noche no dormí. Julián tampoco. Escuché su respiración pesada y supe que él también repasaba cada sacrificio: los años sin vacaciones, los cumpleaños celebrados con arepas y café porque no alcanzaba para más, las veces que Mariana lloró porque quería vivir en la ciudad como sus amigas.

Por la mañana, salí al patio y vi a Mariana sentada bajo el guayacán amarillo. Me acerqué despacio.

—¿Por qué quieres tanto esta casa? —le pregunté.

Ella me miró con los ojos llenos de lágrimas. —Porque aquí fui feliz, mamá. Porque aquí aprendí lo que es luchar por algo. No quiero empezar mi vida en un apartamento prestado o endeudada hasta el cuello. Quiero que mis hijos corran por este mismo jardín.

Me dolió entenderla. Pero también me dolía pensar en renunciar a lo único que era realmente nuestro.

Esa tarde hubo gritos. Julián no pudo contenerse:

—¡Nos costó media vida levantar esto! ¡No es justo que ahora nos pidan irnos como si fuéramos estorbos!

Mariana lloró. Andrés intentó mediar:

—Podemos buscar otra solución… Tal vez compartir la casa por un tiempo…

Pero Julián estaba herido. Y yo también.

Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Mariana dejó de hablarnos; Andrés apenas saludaba. La casa se llenó de tensión y reproches no dichos.

Una tarde, mientras recogía café con Julián, él me dijo:

—¿Y si le damos una parte del terreno? Que construyan su propia casa aquí, pero sin quitarnos lo nuestro.

Pensé en eso toda la noche. Al día siguiente reunimos a todos en la sala.

—Esta casa es nuestro hogar —dije—. Pero el terreno es grande. Si quieren quedarse, pueden construir aquí al lado. Así tendrán su espacio y nosotros el nuestro.

Mariana lloró otra vez, pero esta vez de alivio. Andrés asintió agradecido.

No fue fácil. Hubo más discusiones, más lágrimas y hasta amenazas de irse lejos. Pero poco a poco aprendimos a convivir con la idea de compartir sin perder lo que tanto nos costó.

Hoy veo a mis nietos correr entre los cafetales y sé que hicimos lo correcto… aunque todavía me pregunto si algún día dejará de dolerme ceder una parte de mi sueño para que otros puedan construir el suyo.

¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio de unos padres? ¿Cuándo es justo decir «hasta aquí» sin sentir culpa? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?