Domingos que ya no son míos

—Mamá, ¿podemos hablar un momento?— me dijo Sofía, la esposa de mi hijo, con esa voz suave que usa cuando quiere decir algo difícil. Era un domingo por la tarde, el aroma del café llenaba la casa y los niños jugaban en el patio. Yo estaba sentada en la mesa, cortando pan dulce, pensando en cómo la vida me había regalado esos pequeños instantes de felicidad. Pero algo en su mirada me hizo sentir un frío inesperado.

—Claro, Sofía, dime —respondí, tratando de sonreír.

Ella se sentó frente a mí, bajó la mirada y jugó con sus manos. —Es que… bueno, quería pedirte si podrías dejar de venir los domingos. No es nada personal, pero queremos tener nuestro propio espacio como familia. Los niños tienen actividades y a veces sentimos que no podemos descansar.

Sentí que el mundo se detenía. Los domingos siempre habían sido sagrados para mí. Desde niña, en mi pueblo en Jalisco, los domingos eran para la familia: misa en la mañana, comida grande al mediodía, risas y sobremesa hasta que caía el sol. Cuando mis hijos crecieron y se fueron a vivir a la ciudad, mantuve esa tradición con todo mi corazón. Cocinaba mole, arroz y tortillas hechas a mano; llevaba dulces para mis nietos y escuchaba sus historias de la escuela. Era mi manera de seguir sintiéndome parte de sus vidas.

Pero ahora Sofía me pedía que soltara ese pedazo de mi alma. No supe qué decirle. Solo asentí con la cabeza y me excusé para ir al baño. Allí, sentada en la tapa del inodoro, sentí cómo las lágrimas me quemaban los ojos. ¿En qué momento dejé de ser necesaria? ¿Cuándo se volvió una molestia mi presencia?

Esa noche no pude dormir. Mi hijo, Andrés, me llamó más tarde para explicarme: —Mamá, no es que no te queramos aquí. Es solo que Sofía y yo necesitamos tiempo para nosotros, para los niños. Tú sabes cómo es la vida ahora: trabajo, escuela, actividades… A veces los domingos son el único día que tenemos para estar solos.

—¿Y yo? —pregunté sin poder evitarlo—. ¿Dónde quedo yo?

Hubo un silencio largo al otro lado del teléfono. —Siempre vas a ser parte de nuestra familia, mamá. Solo… solo queremos hacerlo diferente.

Colgué sintiéndome más sola que nunca. Los días siguientes fueron grises. Caminaba por la casa vacía, mirando las fotos en las paredes: Andrés con su uniforme de primaria, Sofía embarazada de su primer hijo, los niños disfrazados en Navidad. Todo parecía tan lejano ahora.

Mi hermana Lucía vino a visitarme el miércoles. Me encontró sentada en el sillón, mirando por la ventana.

—¿Qué te pasa? —preguntó.

Le conté todo entre sollozos. Ella me abrazó fuerte y me dijo: —Así es la vida, hermana. Los hijos crecen y hacen su propio camino. Pero eso no significa que ya no te necesiten o que no te quieran. Solo están aprendiendo a ser familia a su manera.

—¿Y yo? ¿Qué hago con este vacío?

Lucía suspiró y me miró a los ojos: —Tienes derecho a sentirte triste, pero también tienes derecho a buscar nuevas formas de ser feliz. ¿Por qué no te apuntas al grupo de lectura del centro cultural? O podrías ayudar en la parroquia…

No quería escucharla al principio. Sentía que nada podría llenar ese hueco. Pero los días pasaron y el silencio se volvió insoportable. Un domingo me animé a ir a misa sola. Al salir, vi a Doña Carmen vendiendo tamales para juntar dinero para su nieto enfermo. Me ofrecí a ayudarla y terminamos platicando toda la tarde.

Poco a poco fui encontrando pequeños motivos para salir de casa: el grupo de lectura, las clases de bordado con las vecinas, las tardes de café con Lucía y Doña Carmen. Descubrí que había otras mujeres como yo: madres y abuelas que también sentían que el mundo les había dado la espalda cuando sus hijos crecieron.

Un día recibí una llamada inesperada. Era Sofía.

—Señora Marta… ¿podría venir este domingo? Los niños preguntan mucho por usted y… bueno, yo también la extraño.

Mi corazón dio un brinco. Dudé un momento antes de responder.

—Claro que sí, Sofía —dije con voz temblorosa—. Pero esta vez traigo yo el postre.

Ese domingo fue diferente. Ya no era la dueña del ritual familiar; era una invitada especial. Me senté a escuchar más que a hablar, a observar más que a dirigir. Y aunque dolía saber que los domingos ya no eran míos como antes, entendí que podía encontrar alegría en esos nuevos espacios.

Ahora sé que la vida cambia y que aferrarse al pasado solo trae dolor. Pero también sé que siempre hay lugar para reinventarse y volver a sentirse útil y querida.

¿Será posible aprender a soltar sin perderse uno mismo? ¿Cuántas madres y abuelas han sentido este mismo vacío? Los leo…