¿Dónde buscar apoyo cuando tu hija te odia?
—¡Ya basta, mamá! —gritó Camila, su voz cortando el aire como un cuchillo. La puerta del cuarto se cerró de un portazo y el eco retumbó en mi cabeza, más fuerte que la resaca que me aplastaba contra el viejo sofá. Me quedé ahí, inmóvil, con la cara hundida en las manos, mientras el olor agrio del vino barato y los platos sucios se mezclaba con el aire espeso del apartamento.
No sé en qué momento mi hija empezó a odiarme. Quizás fue cuando su papá nos dejó y yo me perdí entre turnos dobles en la panadería y botellas de aguardiente para dormir. O tal vez fue antes, cuando la vida se volvió tan dura que dejé de mirarla a los ojos y solo le gritaba órdenes o reproches.
—¿Por qué no puedes ser como las otras mamás? —me había dicho Camila hace unos días, con esa rabia contenida que solo tienen los adolescentes. —Siempre estás cansada o borracha. Nunca estás para mí.
Me dolió más de lo que puedo admitir. Pero no supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que yo tampoco quería ser así? Que la soledad me come viva cada noche, que el miedo a no poder pagar la renta me quita el sueño, que a veces solo quiero desaparecer.
Esa tarde, mientras la ciudad de Medellín hervía bajo el sol y los vendedores ambulantes gritaban en la calle, yo solo quería dormir. Pero la culpa no me dejaba. Me levanté tambaleando y busqué mi celular entre las mantas arrugadas. No tenía mensajes. Nadie llama a una mujer como yo. Ni amigas, ni familia. Mi hermana vive en Cali y hace años que no hablamos. Mi mamá murió cuando Camila era niña. Solo quedamos ella y yo… y ahora ni siquiera eso.
Me acerqué a la puerta del cuarto de Camila y toqué suavemente.
—Camila… ¿podemos hablar?
Silencio. Luego escuché cómo subía el volumen de la música. Reggaetón a todo lo que da, como si quisiera borrar mi existencia.
Me fui a la cocina y abrí una lata de cerveza. No era ni mediodía, pero ya no importaba. Me senté frente a la ventana y miré los techos de zinc y las montañas al fondo. Pensé en salir a buscar trabajo extra, pero ¿quién va a contratar a una mujer de 48 años con cara de cansancio y manos temblorosas?
De pronto, recordé a doña Rosa, la vecina del piso de abajo. Siempre me saluda con una sonrisa y me invita a tomar café cuando puede. Bajé las escaleras con el corazón apretado.
—Doña Rosa… ¿puedo pasar un rato?
Ella me miró con compasión.
—Claro, Bożena, siéntese. ¿Quiere café o agua panela?
Me senté en su mesa, rodeada de fotos familiares y olor a arepas recién hechas.
—Mi hija me odia —le solté sin rodeos, sintiendo cómo se me quebraba la voz.
Doña Rosa suspiró.
—Ay, mija… los hijos a veces son crueles, pero uno también comete errores. ¿Por qué no buscan ayuda? Hay grupos en la iglesia, o en el centro comunitario…
Negué con la cabeza.
—No quiero que nadie sepa lo mal que estamos…
—A veces hay que dejarse ayudar —me dijo ella, tomándome la mano—. Nadie puede sola.
Salí de su casa con un poco menos de peso en el pecho, pero al volver al apartamento todo seguía igual: el silencio denso, la puerta cerrada de Camila, mi soledad.
Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces para ver si Camila seguía ahí. La escuché llorar bajito detrás de la puerta y sentí ganas de abrazarla, pero no me atreví.
Al día siguiente, fui al centro comunitario del barrio Belén. Me senté al fondo del salón mientras otras mujeres contaban sus historias: madres solteras, abuelas criando nietos, jóvenes embarazadas. Todas cargaban algo. Cuando llegó mi turno, apenas pude hablar.
—Mi hija no me soporta… siento que la estoy perdiendo —dije entre lágrimas.
Una señora llamada Miriam se acercó después de la reunión.
—No te rindas —me dijo—. Yo también pasé por eso con mi hijo mayor. Hay días buenos y días malos, pero si tú cambias, ella también puede cambiar.
Volví a casa con una pequeña esperanza. Esa noche le dejé una nota a Camila debajo de su puerta:
“Perdóname por todo lo que he hecho mal. Te amo más que a nada en este mundo. Si quieres hablar, aquí estoy.”
No hubo respuesta inmediata. Pasaron días en los que apenas nos cruzábamos en el pasillo o en la cocina. Yo trataba de mantenerme sobria y limpiar un poco el apartamento cada día. Empecé a buscar trabajo limpiando casas; doña Rosa me recomendó con unas amigas suyas.
Una tarde encontré a Camila llorando en el baño. Me acerqué despacio.
—¿Qué te pasa?
Ella me miró con los ojos hinchados.
—No quiero seguir así… —susurró—. No quiero odiarte, pero no sé cómo perdonarte.
Me arrodillé junto a ella y la abracé por primera vez en meses. Lloramos juntas mucho rato.
Desde entonces nada ha sido fácil ni perfecto. Hay días en que discutimos fuerte y otros en los que compartimos un café sin decir mucho. Pero ahora sé que pedir ayuda no es vergüenza; es valentía.
A veces me pregunto: ¿cuántas madres estarán pasando por esto ahora mismo? ¿Cuántas hijas sienten ese mismo dolor? Si tú también te sientes sola o rechazada por tus hijos, ¿a quién acudirías? ¿Te atreverías a pedir ayuda?