Donde el silencio pesa más que el hambre: La historia de Milagros y su hija Camila

—¿Otra vez vas a llamarla? —me preguntó Ernesto, mi esposo, mientras yo marcaba por quinta vez el número de Camila esa tarde. Su voz tenía ese tono cansado, resignado, como si supiera que la respuesta sería la misma: silencio o, en el mejor de los casos, un monosílabo apurado.

No contestó. Otra vez. Miré la foto de Camila en la repisa: su sonrisa de niña, los ojos grandes y vivos. ¿En qué momento se volvió tan lejana? ¿Cuándo se llenó nuestra casa de este silencio espeso?

Todo comenzó hace dos años, cuando Julián, su esposo, perdió el trabajo en la fábrica textil. Fue un golpe duro. Camila y Julián vivían al día, como tantos jóvenes en nuestro barrio de Rosario. Nosotros, con lo poco que teníamos de la jubilación y mi venta de empanadas, empezamos a ayudarles: bolsas de arroz, carne cuando había, algo de dinero para los pañales de la pequeña Lucía.

—No podemos dejar que pasen hambre —le decía yo a Ernesto, aunque él a veces fruncía el ceño.

—Pero tampoco podemos cargar con todo —me respondía él—. Ya criamos a nuestra hija. Ahora le toca a ella aprender.

Pero yo no podía ver a Camila sufrir. Era mi única hija. Y Lucía… ay, Lucía era la luz de mis días. Así que seguí ayudando, aunque eso significara dejar de comprarme mis remedios o vender más empanadas en la esquina.

Al principio, Camila venía cada semana. A veces lloraba en mi cocina.

—Mamá, no sé qué hacer. Julián está deprimido, no quiere salir ni a buscar trabajo. Yo hago lo que puedo limpiando casas, pero no alcanza.

Yo la abrazaba fuerte.

—Todo va a mejorar, hija. Nosotros estamos aquí para ustedes.

Pero con el tiempo, las visitas se hicieron menos frecuentes. Empezó a llamarme solo para pedirme cosas: leche para Lucía, plata para la luz, una receta para la tos. Yo sentía que era útil, que mi ayuda era necesaria. Pero Ernesto me advertía:

—No los estamos ayudando, los estamos atando más a nosotros.

No quise escuchar. ¿Cómo iba a negarle algo a mi hija?

Un día, después de una discusión fuerte con Ernesto sobre el dinero —ya no alcanzaba ni para pagar el gas—, fui a buscar a Camila a su casa. Toqué la puerta y escuché voces adentro. Tardó en abrirme. Cuando entré, vi a Julián sentado frente al televisor, con la mirada perdida. Camila estaba en la cocina, apurada.

—Mamá, no me avisaste que venías —me dijo sin mirarme a los ojos.

—Vine a ver cómo están… y a traerles unas empanadas.

Ella suspiró y me abrazó rápido.

—Gracias, mamá.

Sentí el frío en su abrazo. Como si ya no fuera mi niña sino una extraña cumpliendo un trámite.

Esa noche lloré en silencio junto a Ernesto. Él me tomó la mano.

—Tenemos que soltarla un poco —susurró—. Si no aprende a salir adelante sola, nunca va a poder hacerlo.

Pero yo no podía soltarla. ¿Cómo se suelta a una hija?

Pasaron los meses y las llamadas se hicieron aún más escasas. Solo mensajes cortos: “¿Tenés plata para prestarme?”, “¿Podés cuidar a Lucía?”. Nunca un “¿Cómo estás?”. Nunca un “Te extraño”.

La última vez que la vi fue hace tres semanas. Vino apurada, dejó a Lucía conmigo y se fue sin apenas saludarme. Cuando volvió por la niña ya era de noche.

—¿Por qué no te quedás a cenar? —le propuse con esperanza.

—No puedo, mamá. Estoy cansada —me respondió sin mirarme.

Me quedé sentada sola en la mesa con dos platos servidos y el corazón apretado.

Esa noche discutí con Ernesto otra vez.

—¿Ves? Te lo dije —me dijo él—. Ahora solo viene cuando necesita algo. No somos su familia; somos su banco.

Lo miré con rabia y tristeza.

—¿Y qué querés que haga? ¿Que le cierre la puerta?

Él bajó la cabeza y no respondió.

Desde entonces no he sabido nada de Camila salvo por algún mensaje pidiendo ayuda para pagar el alquiler o comprar medicamentos para Lucía. A veces pienso en llamarla y decirle que ya no puedo más, que también necesito que me pregunte cómo estoy… pero me gana el miedo de perderla del todo.

Hoy volví a marcar su número y otra vez nadie contestó. Me senté frente a la ventana y vi pasar a los chicos del barrio jugando en la calle polvorienta. Pensé en mi madre y en cómo ella también me ayudó cuando yo era joven y tenía miedo del futuro. Pero ella sabía poner límites; yo nunca aprendí.

¿Dónde nos perdimos? ¿En qué momento el amor se volvió dependencia? ¿Hice mal en ayudar tanto? ¿O es este el precio de ser madre en un país donde todo cuesta tanto?

A veces siento que el silencio pesa más que el hambre. Que darlo todo por amor puede vaciarte por dentro si no hay un abrazo de vuelta.

¿Ustedes qué harían? ¿Hasta dónde ayudarían a sus hijos antes de decir basta? ¿Es posible soltar sin dejar de amar?