¿Dónde estabas cuando te necesitaba, abuela?
—¡No me hables así, Camila! Yo soy tu abuela y merezco respeto —me gritó doña Teresa desde la sala, mientras yo intentaba calmar a mi hijo, Julián, que lloraba desconsolado en el cuarto contiguo.
Sentí cómo la rabia me subía por la garganta, mezclada con una tristeza antigua, de esas que se arrastran desde la infancia. ¿Respeto? ¿Dónde estuvo ese respeto cuando mi mamá y yo la necesitábamos? ¿Dónde estaba ella cuando Julián nació prematuro y pasamos noches enteras en el hospital público de San Salvador, rezando para que sobreviviera?
Mi historia no empieza aquí, pero este momento lo resume todo. Mi abuela siempre fue una mujer dura, de esas que creen que el cariño se demuestra con disciplina y no con abrazos. Cuando mi papá nos abandonó, yo tenía apenas seis años y mi mamá, Anabel, apenas veintidós. Nos quedamos solas en una casa prestada en Soyapango, sobreviviendo con lo poco que mi mamá ganaba vendiendo pupusas en la esquina.
Recuerdo una tarde lluviosa en la que mi mamá llegó empapada y con los ojos hinchados de llorar. —Camila, tu abuela dice que no puede ayudarnos más —me dijo, mientras intentaba sonreír. Yo tenía hambre y frío, pero sobre todo sentía un hueco en el pecho. Mi abuela vivía a solo tres cuadras, pero era como si estuviera en otro país.
Pasaron los años y aprendí a no esperar nada de ella. Cuando cumplí quince años, soñaba con una fiesta sencilla, un pastel y música de reggaetón con mis amigas del colegio. Pero ese día solo recibí un mensaje seco: «Feliz cumpleaños, Camila. Que Dios te bendiga». Ni una llamada, ni una visita.
Mi mamá siempre intentó justificarla. —Tu abuela tuvo una vida difícil, hija. No sabe cómo demostrar cariño —me repetía. Pero yo veía cómo sí se desvivía por mis primos, los hijos de mi tía Lucía, que vivían en una colonia privada y a quienes sí visitaba cada domingo con bolsas llenas de pan dulce y juguetes.
A los diecisiete conocí a Daniel. Nos enamoramos rápido, como suele pasar cuando uno tiene el corazón lleno de vacíos. A los diecinueve quedé embarazada y sentí miedo, pero también esperanza. Pensé que quizá ahora mi abuela querría acercarse, conocer a su bisnieto. Pero cuando le contamos la noticia, solo frunció el ceño y dijo: —¿Y ahora qué van a hacer? Los niños no crían niños.
Daniel y yo nos casamos por lo civil en la alcaldía, con dos testigos y sin fiesta. Mi mamá lloró de emoción y miedo al mismo tiempo. Daniel consiguió trabajo en un taller mecánico y yo dejé la universidad para cuidar a Julián cuando nació antes de tiempo. Fueron meses duros: noches sin dormir, leche escasa, pañales contados. Mi abuela nunca apareció por el hospital ni preguntó si necesitábamos algo.
Un día, mientras lavaba ropa en el patio bajo el sol ardiente, vi llegar a mi tía Lucía en su camioneta blanca. Bajó con su hija Valeria, que traía un vestido nuevo y un celular último modelo. —Tu abuela quiere verte —me dijo Lucía sin mirarme a los ojos. Fui a su casa esa tarde con Julián en brazos. Doña Teresa apenas lo miró y me preguntó si ya le había puesto las vacunas. Me sentí invisible otra vez.
El tiempo pasó y aprendí a no esperar nada de ella. Daniel y yo seguimos luchando por salir adelante. Julián creció sano y fuerte, aunque callado y serio como su papá. Mi mamá enfermó de diabetes y tuve que buscar trabajo limpiando casas para pagar sus medicinas.
Hace unos meses, mi abuela empezó a llamar más seguido. Decía que se sentía sola desde que mi tía Lucía se mudó a Costa Rica con su familia. Un día llegó sin avisar a nuestra casa y quiso abrazar a Julián, pero él se apartó sin decir palabra.
—Ese niño es muy frío —se quejó ella frente a mí—. No entiendo por qué me ignora si soy su abuela.
No pude más y exploté:
—¿Y dónde estaba usted cuando él la necesitaba? ¿Dónde estaba cuando yo lloraba de hambre o cuando mi mamá vendía pupusas bajo la lluvia? Ahora quiere cariño cuando nunca lo dio.
Mi abuela se quedó callada por un momento. Vi en sus ojos algo parecido al arrepentimiento, pero enseguida volvió su orgullo:
—Uno hace lo que puede, Camila. No me juzgues tan duro.
Desde entonces hay un silencio incómodo entre nosotras. Ella sigue llamando de vez en cuando, preguntando por Julián, pero él ya no quiere hablarle. Yo trato de no guardar rencor, pero es difícil olvidar tantas ausencias.
A veces me pregunto si algún día podré perdonar de verdad. Si podré enseñarle a Julián que todos merecemos una segunda oportunidad o si es mejor protegerlo del dolor de esperar algo que quizá nunca llegue.
¿Ustedes qué harían? ¿Perdonarían a alguien que solo busca acercarse cuando ya no tiene a nadie más? ¿O dejarían que el pasado siga marcando el presente?