Donde termina la sangre y comienza el perdón: La historia de Mariana y su madre

—¿Por qué me haces esto, mamá? —grité, con la voz quebrada, mientras ella cerraba la puerta de la casa de mi abuela detrás de mí. Tenía once años y el mundo se me partía en dos. Mi madre, Lucía, apenas me miró. Su nuevo esposo, Don Ernesto, esperaba en el auto con el motor encendido.

—No es tan fácil, Mariana —susurró—. Es por tu bien. Aquí estarás mejor.

Pero yo sabía que no era por mi bien. Era porque Don Ernesto nunca me quiso en su casa. Porque yo era el recuerdo vivo de un pasado que ella quería enterrar. Mi abuela Rosa me abrazó fuerte esa noche, mientras yo lloraba hasta quedarme dormida. «Aquí siempre tendrás un hogar, mi niña», me decía, pero yo sentía que mi verdadero hogar se había ido para siempre.

Los años pasaron y aprendí a vivir con el hueco en el pecho. Mi abuela fue mi madre, mi amiga, mi todo. Me enseñó a hacer tortillas a mano, a rezar antes de dormir y a no guardar rencor, aunque eso último nunca lo logré del todo. Cada Navidad esperaba una llamada de Lucía que casi nunca llegaba. Cuando lo hacía, era breve, incómoda, como si hablara con una extraña.

A los diecisiete años, cuando mi abuela enfermó de los pulmones, llamé a mi madre suplicando ayuda. «No puedo ir, Mariana. Ernesto está enfermo también y no puedo dejarlo solo», respondió. Sentí rabia, pero sobre todo una tristeza tan grande que pensé que me iba a ahogar.

Mi abuela murió una tarde lluviosa de julio. Yo tenía diecinueve años y el corazón endurecido. Me quedé sola en la casa vieja de San Miguelito, sobreviviendo con trabajos de medio tiempo y la ayuda de los vecinos. Aprendí a ser fuerte porque no tenía otra opción.

Pasaron los años y logré terminar la secundaria nocturna. Conseguí trabajo en una panadería y poco a poco fui arreglando la casa. Hice amigos, tuve amores fugaces, pero nunca dejé que nadie entrara demasiado en mi vida. El abandono deja cicatrices profundas.

Una noche de agosto, mientras preparaba café para la cena, escuché golpes en la puerta. Al abrirla, vi a una mujer encorvada por el cansancio y los años. Era Lucía. Tenía el cabello canoso y los ojos hinchados de tanto llorar.

—Mariana… —balbuceó—. No tengo a dónde ir.

Me quedé paralizada. Sentí que el tiempo se detenía y que la niña herida dentro de mí volvía a gritar.

—¿Y Ernesto? —pregunté con frialdad.

—Murió hace seis meses. Me quitaron la casa… No tengo nada —dijo entre sollozos.

La dejé pasar por inercia, pero mi corazón era un campo de batalla. Esa noche dormimos bajo el mismo techo por primera vez en quince años. Ella en el sofá, yo en mi cama, ambas insomnes.

Los días siguientes fueron incómodos. Lucía intentaba ayudarme en la casa, pero yo evitaba cualquier conversación profunda. Una tarde la encontré llorando en la cocina.

—Perdóname, hija —me dijo—. Sé que te fallé como madre… No hay excusa para lo que hice.

—¿Por qué volviste ahora? —le pregunté sin mirarla.

—Porque no tengo a nadie más… Y porque quiero pedirte perdón antes de morir —respondió con voz temblorosa.

Sentí rabia y compasión al mismo tiempo. Recordé las noches en que lloraba por ella, las veces que soñé con su abrazo y las palabras que nunca llegaron. Pero también vi a una mujer rota, sola y asustada.

Las semanas pasaron y poco a poco empezamos a hablar más. Me contó historias de su infancia en Veracruz, de cómo conoció a mi padre antes de que él se fuera a Estados Unidos y nunca regresara. Me habló de sus miedos, de sus errores y del arrepentimiento que la consumía cada día.

Una tarde salimos juntas al mercado del barrio. Algunas vecinas murmuraban al vernos pasar: «Mira, ahí va Lucía… ¿No era ella la que abandonó a su hija?» Sentí vergüenza y enojo, pero también orgullo de poder caminar al lado de mi madre después de tanto tiempo.

Una noche, mientras cenábamos frijoles con arroz, Lucía tomó mi mano.

—No espero que me perdones ni que me quieras como antes… Solo quiero estar cerca de ti el tiempo que me quede —susurró.

Lloré como no lo hacía desde niña. Por primera vez sentí que podía dejar ir un poco del dolor que cargué tantos años.

Hoy han pasado seis meses desde que Lucía volvió a mi vida. No ha sido fácil: hay días en los que quisiera gritarle todo lo que me dolió su abandono; otros días solo quiero abrazarla y recuperar el tiempo perdido. La herida sigue ahí, pero ya no sangra tanto.

A veces me pregunto si la sangre realmente pesa más que el amor o si el perdón es solo una forma de sobrevivir al pasado. ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Se puede realmente perdonar lo imperdonable?