Dos años de silencio: Mi hija ya no quiere verme
—¿Por qué no me contestas, Lucía? —susurré al vacío, con el celular temblando entre mis manos. El reloj marcaba las 2:17 de la madrugada y la casa estaba en silencio, salvo por el zumbido lejano de la nevera y el eco de mis pensamientos. Dos años. Setecientos treinta días desde la última vez que escuché su voz, desde que me gritó en la sala: “¡No quiero volver a verte!”.
Recuerdo ese día como si fuera hoy. Era una tarde lluviosa en Medellín, el cielo gris parecía anticipar la tormenta que se avecinaba dentro de nuestra casa. Lucía, mi única hija, llegó tarde otra vez. Yo, cansada y preocupada, le reclamé con voz dura:
—¿Dónde estabas? ¿Sabes la hora que es? ¡No puedes seguir llegando así!
Ella me miró con esos ojos grandes, llenos de rabia y tristeza. —¡Siempre lo mismo contigo, mamá! Nunca confías en mí. ¡Nunca!
La discusión subió de tono. Palabras hirientes volaron como cuchillos. Yo le dije cosas que jamás debí decirle. Ella también. Al final, se fue dando un portazo que retumbó en mi pecho como un disparo. Desde entonces, silencio.
Al principio pensé que era una rabieta más. Pero los días pasaron y su ausencia se volvió un hueco negro en mi vida. Intenté llamarla, mandarle mensajes, buscarla en la universidad. Nada. Su papá, Carlos, con quien apenas hablo desde el divorcio, tampoco sabía nada concreto. “Déjala, ya volverá”, me decía mi hermana Marta, pero yo sentía que algo se había roto para siempre.
La gente habla mucho del amor de madre, pero poco del dolor de madre. Nadie te prepara para ver a tu hija alejarse, para sentir que la perdiste por tus propios errores. Yo crecí en una familia tradicional en Bucaramanga, donde los padres mandaban y los hijos obedecían sin chistar. Pero Lucía nació en otro mundo, uno donde las mujeres luchan por su voz y su libertad. Yo quería protegerla, pero terminé asfixiándola.
En estos dos años he repasado cada momento, cada palabra dicha y no dicha. ¿Dónde fallé? ¿Fue cuando me negué a dejarla ir a ese viaje con sus amigas a Cartagena? ¿O cuando le prohibí ver a Julián porque no me gustaba su familia? ¿Fue mi miedo o mi amor lo que la alejó?
A veces sueño con ella. La veo pequeña, corriendo por el parque con las rodillas raspadas y la risa fácil. Me despierto llorando, abrazando su almohada vacía. Otras veces la imagino feliz sin mí, viviendo su vida lejos de esta casa llena de recuerdos y reproches.
La soledad se ha vuelto mi compañera. Mis amigas me invitan a salir, pero yo prefiero quedarme aquí, esperando un mensaje que nunca llega. En el barrio murmuran: “Pobrecita Rosa, su hija ya ni la visita”. Algunos me miran con lástima; otros con juicio. Nadie sabe lo que pesa este silencio.
Hace poco vi a Julián en la tienda del barrio. Me saludó con una sonrisa incómoda y bajó la mirada cuando le pregunté por Lucía.
—Ella está bien —dijo rápido—. Trabaja mucho…
Quise preguntarle más, pero sentí que no tenía derecho. ¿Quién soy yo para exigir respuestas si ni siquiera supe escucharla cuando más me necesitaba?
La culpa es un veneno lento. Me ha quitado el sueño y las ganas de vivir. He ido a misa todos los domingos pidiendo un milagro, he encendido velas a la Virgen de Guadalupe y hasta he escrito cartas que nunca envié. En una de ellas le confesé todo:
“Lucía: Perdóname por no entenderte, por querer protegerte tanto que te lastimé. Te extraño cada día y daría lo que fuera por abrazarte otra vez”.
A veces pienso en buscar ayuda profesional, pero aquí todavía se ve mal ir al psicólogo. “Eso es para locos”, dice mi vecina Doña Teresa. Pero yo sé que no estoy loca; estoy rota.
El otro día encontré una foto vieja de nosotras en San Andrés, sonriendo frente al mar turquesa. Me quedé horas mirándola, preguntándome si alguna vez podremos volver a ser esas dos mujeres felices.
Mi hermana Marta insiste en que le escriba otra vez:
—Hazlo, Rosa. No pierdes nada.
Así que hoy me armé de valor y le mandé un mensaje simple: “Te extraño mucho. Aquí estoy cuando quieras hablar”. Lo envié temblando, con el corazón en la mano.
Pasaron horas y nada. El celular sigue mudo sobre la mesa mientras escribo estas líneas. Afuera llueve otra vez y el sonido me recuerda aquella tarde fatídica.
Me pregunto si Lucía también piensa en mí cuando cae la lluvia o si ya aprendió a vivir sin su mamá.
A veces quisiera retroceder el tiempo y abrazarla más fuerte cuando era niña; decirle menos veces “no” y más veces “te entiendo”. Pero el tiempo sólo avanza y deja cicatrices.
Hoy sólo tengo preguntas sin respuesta y una esperanza terca que se niega a morir: ¿Algún día podré recuperar a mi hija? ¿Cuántas madres estarán pasando por lo mismo en este momento? Si alguna me lee… ¿qué harían ustedes en mi lugar?