Ecos de un hogar vacío: La noche en que todo cambió

—¿Por qué no contestas el teléfono, Julián? —susurré al vacío, apretando el celular con tanta fuerza que sentí cómo me temblaban los dedos. El reloj marcaba las 2:17 de la madrugada y la casa estaba tan silenciosa que podía escuchar el zumbido del refrigerador y el eco de mis propios pasos en el piso frío de cerámica.

No era la primera vez que Julián llegaba tarde. Pero esta vez, ni siquiera había mandado un mensaje. Ni una llamada perdida. Nada. Solo ese silencio que se colaba por las rendijas de las ventanas y se instalaba en mi pecho como una piedra.

Caminé de un lado a otro del departamento en la colonia Narvarte, en la Ciudad de México, sin poder sentarme. Cada vez que pasaba frente al espejo del pasillo, evitaba mirarme. No quería ver mi cara cansada, los ojos hinchados de tanto llorar y esperar. Me sentía invisible en mi propia casa.

Recordé la última vez que discutimos. Fue apenas ayer. Él llegó oliendo a cigarro y perfume barato, con la camisa arrugada y la mirada esquiva. «¿Dónde estabas?» le pregunté, tratando de sonar tranquila. Él solo murmuró algo sobre una junta que se alargó y se metió al baño sin mirarme.

—¿Te cuesta tanto trabajo avisar? —le reclamé desde la puerta—. ¿Sabes cómo me siento cuando no llegas?

Él salió del baño, secándose las manos con una toalla. Me miró como si yo fuera una extraña.

—No exageres, Mariana. No soy un niño —me dijo, con ese tono seco que se le había vuelto costumbre.

—No es exageración, Julián. Es respeto. Es amor —le respondí, pero él ya estaba buscando su celular, ignorándome.

Esa noche dormimos espalda con espalda. O mejor dicho, fingí dormir mientras él revisaba mensajes hasta las tres de la mañana.

Ahora, otra vez sola, me preguntaba si todo esto tenía sentido. Si valía la pena seguir luchando por alguien que parecía haberme borrado de su vida.

Me senté en el sillón y abracé una almohada. Afuera, los autos pasaban de vez en cuando, rompiendo el silencio con sus motores viejos y sus bocinas impacientes. Pensé en mi mamá, allá en Veracruz, siempre diciendo que el matrimonio era para toda la vida, que había que aguantar porque así era la vida de casada.

Pero yo ya no sabía si quería aguantar más.

El celular vibró de repente. Un mensaje de mi hermana Lucía:

«¿Ya llegó Julián? ¿Quieres que vaya a tu casa?»

No quise preocuparla más. Le respondí con un simple «No te preocupes, estoy bien» aunque sabía que era mentira.

Me levanté y fui a la cocina. Abrí el refrigerador solo para cerrarlo enseguida. No tenía hambre. Tenía miedo. Miedo de enfrentarme a la verdad: que Julián ya no me amaba o, peor aún, que amaba a otra.

Recordé cuando nos conocimos en la universidad. Él era divertido, siempre rodeado de amigos, soñando con viajar por Sudamérica en una combi vieja. Yo era tímida, pero él me hizo sentir especial. Me enamoré de su risa y de su manera de ver el mundo.

¿En qué momento dejamos de reír juntos?

El reloj marcó las 3:05 cuando escuché la llave girar en la puerta. Mi corazón latió tan fuerte que pensé que se me iba a salir del pecho.

Julián entró despacio, intentando no hacer ruido. Pero yo ya estaba ahí, parada en medio de la sala como un fantasma esperando respuestas.

—¿Dónde estabas? —pregunté sin poder evitar que mi voz temblara.

Él se detuvo, sorprendido de verme despierta.

—En el trabajo… Se complicaron unas cosas —dijo sin mirarme a los ojos.

—¿Hasta las tres de la mañana? ¿Otra vez?

Se pasó la mano por el cabello y suspiró.

—No quiero discutir ahora, Mariana. Estoy cansado.

—¿Cansado? ¿Y yo? ¿Crees que no me canso de esperar? ¿De imaginar mil cosas cada vez que no llegas?

Él guardó silencio. Sentí cómo se me llenaban los ojos de lágrimas otra vez.

—Dime la verdad, Julián —le pedí—. ¿Hay alguien más?

Por un momento pensé que iba a negarlo como siempre. Pero esta vez bajó la mirada y no dijo nada.

Ese silencio fue peor que cualquier palabra.

Me senté en el sillón porque las piernas ya no me sostenían. Él se quedó parado junto a la puerta, como si estuviera listo para salir corriendo en cualquier momento.

—No sé qué quieres que te diga —murmuró al fin—. Las cosas ya no son como antes…

Sentí que el mundo se me venía encima. Todo lo que habíamos construido juntos: los muebles comprados a plazos, las fotos en la playa de Acapulco, las noches viendo películas abrazados… ¿Todo eso ya no valía nada?

—¿Por qué no luchaste por nosotros? —le pregunté entre sollozos—. ¿Por qué te rendiste tan fácil?

Él se encogió de hombros y salió al balcón a fumar un cigarro. Yo lo seguí con la mirada desde adentro, viendo cómo exhalaba el humo hacia el cielo oscuro de la ciudad.

Me quedé ahí sentada mucho tiempo después de que él terminó su cigarro y se fue a dormir al cuarto de visitas. No podía dejar de pensar en todo lo que había perdido: mi confianza, mi alegría, mi paz.

Al amanecer llamé a Lucía y le conté todo entre lágrimas. Ella me escuchó en silencio y luego me dijo:

—No tienes por qué quedarte donde no eres feliz, hermana. La vida es muy corta para vivirla esperando a alguien que ya no quiere estar contigo.

Sus palabras me dolieron pero también me dieron fuerza. Por primera vez en mucho tiempo pensé en mí misma antes que en Julián.

Esa mañana preparé café para dos pero solo serví una taza. Me senté junto a la ventana y vi cómo el sol empezaba a iluminar los edificios grises de la ciudad.

Quizá era hora de dejar ir lo que ya no podía salvarse. Quizá era hora de empezar de nuevo, aunque me diera miedo.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo están ahora mismo esperando una llamada, una señal, una disculpa? ¿Cuántas seguimos creyendo que el amor es aguantarlo todo?

¿Y si el verdadero amor empieza cuando aprendemos a elegirnos a nosotras mismas?