El abuelo desenterrado: cómo mi nieto devolvió la luz a mi abuela

—¡Mamá, mirá lo que encontré! —gritó Wito desde el fondo del patio, con las manos llenas de tierra y los ojos brillando de emoción.

Yo estaba en la cocina, cortando la torta de mandioca que le habíamos traído a mi mamá, Teodora. Pero ella ni se inmutó. Sentada en su silla de siempre, miraba por la ventana como si esperara que el monte le devolviera algo perdido hace años. Mi esposo Pablo intentaba animarla con chistes sobre el colectivo que casi nos deja en la terminal de Posadas, pero ella sólo respondía con monosílabos.

—¿Qué encontraste, mi amor? —le pregunté a Wito, saliendo al patio.

El sol caía a plomo sobre las plantas de mamón y los gallos picoteaban cerca del pozo viejo. Wito sostenía una caja de madera, cubierta de barro y raíces. La puso en mis manos con orgullo.

—Estaba enterrada ahí, donde la tierra está más blandita —dijo, señalando un rincón bajo el limonero.

Mi mamá apareció detrás nuestro, arrastrando las ojotas. Cuando vio la caja, se detuvo en seco. Sus ojos se agrandaron y por un segundo creí ver un destello de vida en su mirada apagada.

—¿Dónde sacaste eso? —preguntó, la voz temblorosa.

—Wito la desenterró —le respondí—. ¿Es tuya?

Ella no contestó. Se sentó en el banco de madera y acarició la tapa de la caja como si fuera algo sagrado. Pablo se acercó, curioso. Yo sentí un nudo en la garganta. Sabía que mi mamá llevaba meses sumida en una tristeza profunda desde que murió mi papá, Don Ernesto. Pero nunca imaginé que guardara secretos bajo tierra.

—¿Querés abrirla? —le pregunté suavemente.

Ella asintió. Sus manos temblaban mientras levantaba la tapa. Adentro había cartas amarillentas, fotos en blanco y negro, una medalla de San Cayetano y un pañuelo bordado con sus iniciales. Mi mamá tomó una foto y la apretó contra el pecho.

—Es la última foto que nos sacamos con tu papá antes de que se enfermara —susurró.

Wito se sentó a su lado y le tomó la mano.

—¿Me contás cómo era el abuelo cuando era joven? —le pidió.

Mi mamá lo miró largo rato. Por primera vez en mucho tiempo, vi cómo se le humedecían los ojos, pero no de tristeza sino de nostalgia viva. Empezó a hablar despacio, como si las palabras le costaran salir:

—Tu abuelo era un hombre terco, pero tenía un corazón enorme. Cuando llegó a este pueblo desde Corrientes, no tenía nada más que una valija y sueños grandes…

Así empezó a desgranarse una historia que yo misma había olvidado: cómo mis padres se conocieron en una fiesta patronal, cómo lucharon para levantar la casa con sus propias manos, cómo sobrevivieron a las crecientes del río y a las sequías interminables. Wito escuchaba fascinado, haciendo preguntas y riendo con cada anécdota.

Esa noche, después de cenar chipá y mate cocido bajo las estrellas, mi mamá sacó la caja al patio y nos mostró cada objeto: la medalla que le regaló mi papá cuando nació mi hermano menor; el pañuelo que usó el día de su boda; las cartas que se escribían cuando él trabajaba lejos en los yerbales.

—Yo pensé que si enterraba todo esto iba a poder olvidarlo —confesó mi mamá—. Pero lo único que logré fue encerrarme yo también bajo tierra.

Me acerqué y la abracé fuerte. Pablo puso una mano sobre su hombro. Wito se acurrucó a su lado.

—No tenés que olvidar, abuela —dijo mi hijo—. Tenés que contarnos todo para que nosotros también lo recordemos.

A partir de ese día, algo cambió en la casa. Mi mamá empezó a levantarse más temprano, a regar sus plantas y hasta a preparar sus empanadas famosas para los vecinos. Wito se convirtió en su sombra: juntos limpiaban el gallinero, iban al almacén del Turco Hassan y hasta tejían mantitas para donar a la capilla.

Pero no todo fue fácil. Una tarde escuché a mi mamá llorando sola en su cuarto. Entré sin golpear y la encontré sentada en la cama, mirando otra vez esa foto vieja.

—No sé si voy a poder seguir sin él —me dijo—. Hay días que me pesa tanto el silencio…

Me senté a su lado y le tomé la mano.

—No estás sola, má —le dije—. Estamos acá con vos. Y papá sigue vivo en cada historia que nos contás.

Ella me miró largo rato y asintió despacio. Esa noche salió al patio y le habló al limonero como si hablara con mi papá:

—Ernesto, mirá lo grande que está nuestro nieto… Mirá cómo me ayuda a seguir adelante…

El verano pasó volando. Cuando llegó el momento de volver a Posadas, Wito no quería irse. Mi mamá lo abrazó fuerte y le prometió escribirle cartas como hacía con mi papá cuando eran jóvenes.

En el colectivo de regreso, miré por la ventana mientras el monte se alejaba y pensé en todo lo que habíamos vivido ese verano: el dolor enterrado, los recuerdos rescatados y el milagro sencillo del amor familiar.

A veces me pregunto: ¿cuántas historias quedan enterradas en los patios de nuestras casas? ¿Cuántas veces necesitamos que un niño curioso desentierre nuestro pasado para poder volver a vivir?