El Acto Imperdonable: El Viaje de Lucía hacia el Divorcio

—¿Así que todo este tiempo fui la última en enterarme? —escupí las palabras, mi voz temblando más de rabia que de tristeza. Isaac se quedó parado frente a mí, con la camisa arrugada y los ojos rojos, como si el dolor fuera suyo. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales del departamento en la colonia Narvarte, y cada trueno parecía marcar el ritmo de mi corazón destrozado.

—Lucía, por favor… no fue lo que parece —balbuceó, pero ya no podía soportar más mentiras. La evidencia estaba ahí: los mensajes en su celular, las llamadas a escondidas, el perfume ajeno impregnado en su ropa. Todo lo que había ignorado por años ahora me gritaba en la cara.

Recordé a mi madre, sentada en la cocina de nuestra casa en Veracruz, advirtiéndome: “Los hombres cambian cuando sienten que ya te tienen segura”. Yo no quise creerle. Pensé que Isaac era diferente. Nos conocimos en la universidad, compartimos sueños de salir adelante, de tener una familia distinta a la suya o a la mía. Pero aquí estaba yo, a mis 36 años, con un hijo de siete dormido en la habitación contigua y una vida entera hecha pedazos por una traición.

—¿Y qué quieres que haga ahora? ¿Que finja que no pasó nada? —le pregunté, sintiendo cómo las lágrimas me quemaban los ojos.

Isaac se acercó, pero retrocedí. No quería su compasión ni sus excusas. Quería respuestas. Quería dignidad.

—Fue un error… sólo fue una vez —insistió.

—¡No me mientas! —grité—. ¿Una vez? ¿Y las otras llamadas? ¿Las noches que llegabas oliendo a otro perfume? ¿Las veces que decías que estabas trabajando y yo aquí, sola, cuidando a nuestro hijo?

Él guardó silencio. Y ese silencio fue peor que cualquier confesión.

Esa noche dormí en el sofá. No podía soportar su presencia ni el peso de la culpa flotando en el aire. Al día siguiente, mientras preparaba el desayuno para Emiliano, Isaac intentó acercarse otra vez.

—Lucía, piénsalo bien. No tires todo por la borda por un error —dijo en voz baja, mirando a nuestro hijo como si fuera su escudo.

—No soy yo quien está tirando nada —le respondí fría—. Tú fuiste quien rompió esto.

La noticia del divorcio corrió como pólvora entre nuestras familias. Mi suegra me llamó llorando, suplicando que reconsiderara. “Piensa en Emiliano”, me decía. Mi propia madre me recriminó: “¿Y ahora qué vas a hacer sola en la ciudad?”

Pero yo ya había tomado una decisión. No podía seguir viviendo con miedo a la próxima mentira. No podía enseñarle a mi hijo que una mujer debe aguantarlo todo por mantener una familia.

El proceso fue largo y doloroso. Cada vez que iba al juzgado sentía las miradas de los demás: la secretaria que murmuraba con su compañera, el abogado que me miraba con lástima. En México todavía pesa mucho el estigma sobre las mujeres divorciadas. Más de una vez escuché comentarios como “seguro no supo cuidar a su marido” o “por algo habrá sido”.

Una tarde, mientras recogía a Emiliano de la escuela, lo vi jugando solo en el patio. Se acercó corriendo y me abrazó fuerte.

—¿Por qué ya no vivimos con papá? —me preguntó con esos ojos grandes que heredó de mí.

Me arrodillé para estar a su altura y le respondí con la voz quebrada:

—A veces los adultos cometen errores y es mejor estar separados para no lastimarnos más. Pero tú siempre vas a tenernos a los dos.

Esa noche lloré hasta quedarme dormida. No por Isaac, sino por todo lo que había perdido: la ilusión de una familia unida, la confianza en el amor, la seguridad de un futuro planeado.

Pero también sentí algo nuevo: una chispa de libertad. Empecé a salir con amigas que había dejado de ver por años. Volví a pintar, a leer novelas de Rosario Castellanos y Elena Poniatowska. Me inscribí en un taller de escritura en Coyoacán y ahí conocí a otras mujeres con historias parecidas: engaños, silencios impuestos por el machismo, miedo al qué dirán.

Una noche, después del taller, nos quedamos platicando en una cafetería. Mariana, una abogada divorciada con dos hijos, me dijo:

—No estás sola, Lucía. Nos han enseñado a aguantarlo todo por miedo al escándalo o al abandono. Pero merecemos algo mejor.

Sus palabras me acompañaron durante meses. Aprendí a poner límites, a decir “no” sin sentir culpa. Isaac intentó volver varias veces; me mandaba flores al trabajo, mensajes pidiendo otra oportunidad. Pero yo ya no era la misma.

Un día llegó con lágrimas en los ojos y una carta en la mano.

—Te juro que voy a cambiar —me dijo—. Dame otra oportunidad por Emiliano.

Lo miré largo rato antes de responder:

—No quiero que mi hijo aprenda que el amor es aguantar mentiras y traiciones. Prefiero que vea a su mamá sola pero digna, antes que verla humillada.

Isaac se fue sin decir palabra. Cerré la puerta y sentí un peso menos sobre mis hombros.

Hoy han pasado dos años desde aquel día. Emiliano crece sano y feliz; pregunta menos por su papá y más por nuestros planes juntos: ir al cine, visitar museos o pasar tardes enteras leyendo cuentos bajo las cobijas.

A veces me siento sola, claro. Hay noches en las que extraño tener alguien con quien compartir mis miedos y mis sueños. Pero también sé que valgo más que cualquier promesa rota.

¿Hasta cuándo vamos a seguir creyendo que debemos aguantarlo todo por miedo al qué dirán? ¿Cuántas mujeres más tendrán que romperse para entender que merecen ser felices?