El Aliento de la Esperanza: La Noche en que Perdimos y Encontramos a Manuela
—¡No, no, Manuela! ¡Respira, por favor!—grité, mientras el pequeño cuerpo de mi hija se volvía cada vez más frío entre mis brazos. El reloj marcaba las dos y cuarto de la madrugada y la luz amarillenta del cuarto apenas iluminaba su carita. Mi esposo, Julián, entró corriendo desde la cocina con el teléfono temblando en sus manos.
—¡Ya llamé a la ambulancia!—dijo con la voz quebrada, pero yo apenas lo escuchaba. Solo podía mirar a Manuela, mi niña de apenas tres semanas, que no respondía a mis caricias ni a mis súplicas. Mi suegra, doña Rosa, rezaba en voz alta en la sala: “Virgencita de Guadalupe, no nos la quites, te lo suplico”.
La ambulancia tardó una eternidad. Julián y yo salimos corriendo a la calle, envueltos en pijamas y miedo. Los vecinos salieron a ver el escándalo; algunos ofrecieron ayuda, otros solo miraban con esa mezcla de morbo y compasión tan típica de nuestro barrio en el sur de Quito. Cuando por fin llegaron los paramédicos, sentí que el mundo se detenía: uno de ellos tomó a Manuela y empezó a presionar su pequeño pecho. Yo solo podía gritar: “¡No me la quiten! ¡Déjenme estar con ella!”
En el hospital público, el caos era aún mayor. Gente llorando en los pasillos, enfermeros corriendo de un lado a otro, y nosotros ahí, esperando noticias de nuestra hija detrás de una puerta cerrada. Julián me abrazó fuerte, pero yo sentía que me ahogaba en mi propio llanto. Mi mamá llegó poco después, trayendo consigo una estampita del Divino Niño y una bolsa con ropa limpia que ni siquiera recordé haber pedido.
—Hija, tienes que ser fuerte—me dijo—. Dios aprieta pero no ahorca.
Pero yo no quería escuchar frases hechas. Quería respuestas. Quería a mi hija viva.
Las horas pasaron lentas y crueles. Un médico joven salió finalmente y nos miró con ojos cansados.
—Estamos haciendo todo lo posible. Su hija tuvo un paro respiratorio. Ahora está conectada a una máquina para ayudarla a respirar. No sabemos si va a despertar.
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Julián se dejó caer en una silla y cubrió su rostro con las manos. Yo solo podía pensar en todas las veces que me quejé del cansancio, del llanto nocturno, del miedo a no ser una buena madre. ¿Y si esta era la última vez que veía a Manuela?
La familia empezó a llegar: mis hermanos desde el sur de Guayaquil, mi tía Lucía desde Ambato. Todos traían algo: comida, mantas, oraciones. Pero también traían sus opiniones y sus juicios.
—Eso pasa por no bautizarla enseguida—dijo mi tía Lucía en voz baja.
—Tal vez fue porque la sacaron al frío muy pronto—susurró otra prima.
Yo quería gritarles que se callaran, que nadie sabía nada, que lo único cierto era el dolor que me atravesaba el pecho como un cuchillo oxidado.
Julián y yo empezamos a discutir por todo: por quién tenía la culpa, por qué no habíamos ido antes al médico cuando Manuela tosió esa tarde, por qué él no había insistido más cuando yo dije que seguro era solo un resfriado.
—¡Siempre tienes que tener la razón!—me gritó él.
—¡Y tú siempre te rindes!—le respondí entre sollozos.
Esa noche dormimos sentados en sillas plásticas del hospital, rodeados de otros padres igual de rotos que nosotros. Escuché a una madre rezar por su hijo accidentado; a un padre pedirle perdón a Dios por no haber estado más presente. Me sentí parte de una hermandad silenciosa de dolor y esperanza.
A las seis de la mañana, una enfermera nos dejó entrar a ver a Manuela. Estaba tan pequeña y frágil bajo las luces blancas, rodeada de cables y tubos. Le hablé bajito al oído:
—Manuelita, mi amor… Si tienes que irte, está bien. Pero si puedes quedarte… prométeme que vas a luchar.
No sé si fue el milagro de tantas oraciones o la ciencia de los médicos del hospital Eugenio Espejo, pero esa tarde Manuela abrió los ojos. Lloró despacito y yo sentí que volvía a nacer junto con ella.
La recuperación fue lenta y llena de miedo: cada tos me hacía saltar del susto; cada fiebre era motivo para correr al hospital otra vez. Pero algo cambió en nosotros esa noche: aprendimos a pedir ayuda sin vergüenza; aprendimos a rezar juntos aunque antes nunca lo hacíamos; aprendimos a perdonarnos por no ser perfectos.
Hoy Manuela tiene cinco años y corre por el patio con sus primos mientras yo la miro desde la ventana. A veces Julián y yo discutimos todavía —la vida nunca es fácil en este país donde todo cuesta tanto— pero ahora sabemos que juntos podemos sobrevivir incluso a las noches más oscuras.
Me pregunto si alguna vez podré dejar de sentir miedo cada vez que Manuela estornuda o se enferma. ¿Será posible volver a confiar plenamente en la vida después de haber estado tan cerca de perderlo todo? ¿Ustedes también han sentido ese terror y esa esperanza mezclados? Los leo.