El apartamento que nunca pedí: herencia, abandono y el precio del perdón

—¿Por qué me haces esto, mamá? —le grité, con la voz quebrada, mientras sostenía la carta del notario entre mis manos sudorosas.

Ella me miró desde el otro lado de la mesa de la cocina, esa misma mesa donde tantas veces me sirvió sopa de fideos cuando era niño. Pero ahora sus ojos estaban duros, como si yo fuera un extraño. —No me hables así, Emiliano. Ese apartamento es tan mío como tuyo. Si tu padre no se hubiera ido, todo sería diferente.

Mi nombre es Emiliano Torres. Nací en Medellín, en una casa pequeña al borde de la ciudad, donde el ruido de las motos se mezcla con el canto de los gallos al amanecer. Crecí sin padre. Cuando preguntaba por él, mi mamá —Maritza— siempre respondía lo mismo: «No tienes padre, hijo. Somos tú y yo contra el mundo». Y yo le creí. Le creí durante veintisiete años.

El año pasado, cuando murió mi abuela materna, mi mamá se quebró. Lloró como nunca la había visto llorar. Y entre sollozos, me confesó que sí tenía padre, que se llamaba Julián y que nos había abandonado antes de que yo naciera. Dijo que era un cobarde, que nunca quiso saber de mí ni de ella. Sentí rabia, pero también un vacío enorme. ¿Cómo podía odiar a alguien que ni siquiera conocía?

Unos meses después recibí una llamada inesperada de un notario en Envigado. Me citó para hablar sobre una herencia. Fui con el corazón en la mano y las piernas temblando. Allí me enteré de que Julián había muerto en un accidente y me había dejado un apartamento en Laureles. Un apartamento modesto, pero propio. Por primera vez en mi vida sentí que tenía algo mío, algo que nadie podía quitarme.

Pero estaba equivocado.

Cuando le conté a mi mamá sobre el apartamento, su rostro cambió. Al principio pensé que era tristeza o celos, pero pronto entendí que era otra cosa: resentimiento. —Ese hombre nos dejó solos —me dijo—. Si ahora te dejó algo, es porque tiene remordimiento desde el infierno. Pero ese apartamento también es mío. Yo te crié sola, Emiliano. ¿No crees que merezco la mitad?

No supe qué responderle. Me sentí traicionado por todos lados: por un padre ausente y por una madre que ahora parecía querer cobrarme la vida entera.

Los días siguientes fueron un infierno. Mi mamá dejó de hablarme; solo me miraba con reproche cuando cruzábamos en la casa. Mis tías empezaron a llamarme para decirme que «no fuera malagradecido», que «Maritza se partió el lomo por ti» y que «ese apartamento es lo mínimo que puede recibir» después de tantos años de sacrificio.

Pero yo también tenía preguntas. ¿Por qué nunca me habló de mi padre? ¿Por qué ahora sentía que todo lo que había logrado —aunque fuera poco— tenía que compartirlo? ¿Era justo?

Una noche no aguanté más y fui a buscar a mi mejor amigo, Santiago, al barrio Belén. Nos sentamos en la terraza con dos cervezas y le conté todo.

—Parce, ¿vos qué harías? —le pregunté.

Santiago se quedó callado un rato, mirando las luces lejanas del centro.

—Mirá, Emi… Yo entiendo a tu mamá, pero también entiendo tu rabia. Ella te ocultó cosas toda la vida y ahora quiere parte de algo que ni siquiera es suyo legalmente. Pero… también es cierto que sin ella vos no serías nada hoy.

—¿Entonces le doy la mitad?

—No sé si la mitad —dijo él—, pero sí creo que deberías hablar con ella desde otro lugar. No como hijo reclamando justicia, sino como dos personas heridas tratando de sanar.

Esa noche no dormí. Pensé en todo lo que mi mamá había hecho por mí: los turnos dobles en el hospital, las veces que se quedó sin comer para darme el último pedazo de pan, las noches en vela cuando tuve fiebre o miedo a los truenos. Pero también pensé en las veces que me gritó por cosas que no entendía, en los silencios incómodos cuando preguntaba por mi papá y en ese dolor sordo de crecer sintiendo que algo faltaba.

Al día siguiente decidí enfrentarla.

—Mamá —le dije mientras desayunábamos—, quiero hablar contigo del apartamento.

Ella dejó la taza de café sobre la mesa y suspiró.

—¿Ya decidiste qué vas a hacer?

—No lo sé todavía —admití—. Pero quiero entenderte. ¿Por qué quieres la mitad? ¿Es por dinero o porque sientes que te lo debo?

Maritza se quedó callada un momento largo.

—No es solo el dinero —dijo al fin—. Es todo lo que pasé sola… Todo lo que tuve que aguantar por tu culpa y por culpa de ese hombre. Siento que si recibo algo de eso… tal vez todo tenga sentido.

Me dolió escucharla decir «por tu culpa», pero entendí su dolor. No era justo cargarme con su resentimiento, pero tampoco podía ignorar su sacrificio.

—Mamá —le dije—, yo no puedo devolverte los años difíciles ni compensar todo lo que sufriste sola… Pero tampoco puedo darte la mitad solo porque sí. Ese apartamento es lo único que tengo de mi papá… aunque nunca lo conocí.

Ella lloró en silencio. Yo también.

Al final acordamos vender el apartamento y repartir el dinero: 70% para mí, 30% para ella. No fue fácil llegar a ese acuerdo; hubo gritos, lágrimas y días sin hablarnos. Pero poco a poco fuimos sanando heridas viejas.

Hoy vivo en un apartaestudio alquilado y mi mamá sigue trabajando en el hospital. No somos una familia perfecta; todavía hay silencios incómodos y temas prohibidos. Pero al menos ya no siento ese vacío tan grande.

A veces me pregunto: ¿cuánto cuesta realmente el perdón? ¿Vale más una herencia o la paz con quienes amamos? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?