El aroma del pan y el peso de las palabras calladas
—¿Otra vez pan integral, Mariana? ¿No puedes hacer algo diferente, por una vez?—. La voz de Ricardo retumbó en la cocina, mezclándose con el aroma cálido del pan recién salido del horno. Sentí cómo la cuchilla del cuchillo se detenía en seco sobre la tabla, y por un segundo, el tiempo pareció congelarse. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales de nuestro pequeño departamento en el centro de Puebla, pero adentro, el verdadero aguacero era invisible.
No respondí de inmediato. Me limité a mirar las migas sobre la mesa, recordando las veces que mi madre me decía: “Una buena esposa siempre sabe ceder”. Pero ¿cuántas veces había cedido yo? ¿Cuántas veces había dejado de lado mis propios gustos para complacer a Ricardo? Desde que nos casamos, hace ya ocho años, mi vida se había convertido en una rutina de concesiones silenciosas. Él quería pan blanco, yo prefería integral. Él quería silencio al llegar del trabajo, yo necesitaba hablar. Él quería hijos, yo aún no estaba lista.
—¿Por qué siempre tienes que hacer lo que tú quieres?— insistió Ricardo, su tono subiendo una octava. —¿Tan difícil es pensar en mí, aunque sea una vez?
Sentí el nudo en la garganta, ese que tantas veces había tragado para evitar discusiones. Pero esa noche, el cansancio era más fuerte que mi miedo. Había trabajado todo el día en la panadería de mi tía Lucía, amasando masas y sonriendo a los clientes, mientras por dentro me sentía vacía. Al llegar a casa, lo único que quería era un poco de paz, pero la paz era un lujo que no podía permitirme.
—No es solo el pan, Ricardo —dije al fin, con la voz temblorosa—. Es todo. Siempre es todo.
Él me miró como si no entendiera. Quizá nunca lo había hecho. Quizá nunca me había visto realmente. En ese momento, recordé la primera vez que me llevó serenata bajo mi ventana, con sus amigos tocando guitarra y él cantando desafinado. Me enamoré de su esfuerzo, de su ternura, pero con los años esa ternura se fue perdiendo entre las cuentas por pagar, las discusiones sobre la familia y los sueños que nunca compartimos.
—¿Ahora resulta que soy el malo?— murmuró, apartando la silla con brusquedad. —Siempre eres la víctima, Mariana. Siempre tú.
El golpe de la puerta al cerrarse resonó en todo el departamento. Me quedé sola, con el pan enfriándose y el eco de sus palabras rebotando en las paredes. Me senté en el suelo de la cocina y lloré. Lloré por todas las veces que callé, por todas las veces que fingí estar bien, por todas las veces que me olvidé de mí misma.
Al día siguiente, fui a trabajar como si nada. Mi tía Lucía me miró con esos ojos sabios que todo lo ven.
—¿Te peleaste con Ricardo otra vez?— preguntó, mientras acomodaba las conchas en la vitrina.
No respondí. Solo asentí y seguí amasando. El olor a levadura y azúcar me recordó mi infancia en Veracruz, cuando mi abuela me enseñaba a hacer pan dulce y me decía que la vida era como la masa: a veces hay que dejarla reposar para que crezca.
Esa tarde, después del trabajo, pasé por el parque y vi a una pareja discutiendo. Ella lloraba, él gesticulaba con desesperación. Me vi reflejada en ellos y sentí una punzada en el pecho. ¿Eso era el amor? ¿Gritar y callar, ceder y perderse?
Cuando llegué a casa, Ricardo no estaba. Había dejado una nota en la mesa: “No me esperes despierta”. La leí una y otra vez, buscando algún rastro de cariño, pero solo encontré distancia.
Esa noche, me senté frente al espejo y me pregunté quién era yo fuera de mi matrimonio. ¿Qué quería Mariana? ¿Qué soñaba Mariana? Recordé que antes de casarme quería estudiar gastronomía y abrir mi propia panadería. Pero la vida, y Ricardo, siempre tenían otros planes.
Los días siguientes fueron una sucesión de silencios incómodos y miradas esquivas. Mi suegra, Doña Carmen, llamó para decirme que debía ser más comprensiva con su hijo, que los hombres a veces son así, que la paciencia es virtud de las mujeres. Mi madre me aconsejó rezar y esperar. Pero yo ya no quería esperar. Quería vivir.
Una tarde, mientras preparaba bolillos en la panadería, llegó una clienta nueva. Se llamaba Paola y tenía una sonrisa luminosa. Me contó que acababa de mudarse al barrio y que estaba buscando trabajo. Sin pensarlo mucho, le ofrecí ayudarme en la panadería los fines de semana. Pronto nos hicimos amigas y, por primera vez en mucho tiempo, sentí que alguien me escuchaba sin juzgarme.
Con Paola hablaba de todo: de libros, de música, de sueños. Ella me animó a inscribirme en un curso de repostería en línea y poco a poco fui recuperando la ilusión por la vida. Ricardo notó el cambio y empezó a llegar más tarde a casa. Las discusiones se hicieron menos frecuentes, pero también menos importantes. Era como si ambos supiéramos que algo se había roto y ninguno tenía fuerzas para repararlo.
Una noche, después de cerrar la panadería, Paola me invitó a tomar un café. Hablamos hasta tarde y, al despedirnos, me abrazó fuerte.
—No tienes que quedarte donde no eres feliz, Mariana —me susurró.
Esa frase me acompañó toda la noche. Al amanecer, tomé una decisión. Cuando Ricardo llegó a casa, le dije que necesitaba tiempo para mí, para descubrir quién era sin él. Al principio se enfureció, luego suplicó, pero yo ya no podía seguir viviendo a medias.
Me mudé al cuarto de arriba de la panadería y empecé de nuevo. No fue fácil. Hubo días de soledad y dudas, pero también de libertad y esperanza. Aprendí a amasar mi propia vida, a dejarla crecer y tomar forma.
Hoy, mientras huelo el pan recién horneado y escucho las risas de Paola y los clientes, me pregunto: ¿Cuántas mujeres viven atrapadas entre el aroma del pan y la amargura de las palabras no dichas? ¿Cuándo aprenderemos a elegirnos a nosotras mismas antes que a los demás?