El Camino de la Montaña: Tres Preguntas y un Secreto

—¿Por qué no puedes ser como tu hermano, Camilo? —me gritó mi madre, con la voz quebrada por la rabia y el cansancio. El eco de sus palabras rebotó en las paredes descascaradas de nuestra casa en el barrio Santo Domingo, en Medellín. Yo tenía diecisiete años y acababa de regresar a casa con las manos vacías; el trabajo en la tienda de don Álvaro se había terminado sin previo aviso. Mi hermano mayor, Camilo, era el orgullo de la familia: estudioso, trabajador, siempre con una sonrisa para todos. Yo, en cambio, era el que traía problemas, el que soñaba con cosas imposibles.

Esa noche, mientras la lluvia golpeaba el techo de zinc y mi madre lloraba en la cocina, me encerré en mi cuarto y me hice tres preguntas. No sé de dónde salieron; tal vez las escuché en la radio o las leí en algún libro viejo que recogí de la basura. Pero esas preguntas me quemaban por dentro:

  1. ¿Qué es lo que más temes perder?
  2. ¿Qué harías si supieras que no puedes fallar?
  3. ¿A quién le debes tu lealtad?

Me senté en la cama, con la luz amarilla de un bombillo parpadeante, y traté de responderlas. Afuera, los gritos de mis padres se mezclaban con el retumbar de los truenos. Pensé en mi padre, que apenas hablaba desde que perdió el trabajo en la fábrica; en mi hermana menor, Valeria, que dormía abrazada a una muñeca rota; y en Camilo, que seguramente estaba estudiando para otro examen perfecto.

¿Qué es lo que más temía perder? Cerré los ojos y vi la cara de mi madre, arrugada por el sufrimiento y la esperanza. Temía perder su amor, aunque a veces sentía que ya lo había perdido. Temía perderme a mí mismo en esa lucha diaria por sobrevivir.

La segunda pregunta me dolió aún más: ¿qué haría si supiera que no puedo fallar? Yo quería ser músico. Desde niño soñaba con tocar la guitarra en una tarima, sentir el aplauso del público y olvidar por un momento la miseria que nos rodeaba. Pero en mi casa, la música era un lujo inútil; aquí lo importante era traer comida a la mesa.

La tercera pregunta era un puñal: ¿a quién le debía mi lealtad? ¿A mi familia, que me necesitaba? ¿A mí mismo y a mis sueños? Me sentí egoísta solo por pensarlo.

Al día siguiente, salí temprano a buscar trabajo. Caminé por las calles empinadas del barrio, saludando a los vecinos que me miraban con lástima o desconfianza. En cada tienda, cada taller, recibía la misma respuesta: «No hay trabajo». Al mediodía, exhausto y hambriento, me senté en una banca frente a la iglesia. Allí estaba don Ernesto, un viejo músico callejero que tocaba boleros con su guitarra destartalada.

—¿Te animas a tocar conmigo? —me preguntó, ofreciéndome la guitarra.

Dudé unos segundos. Pensé en mi madre, en sus reproches; pensé en Camilo y su perfección inalcanzable. Pero también pensé en mis respuestas de la noche anterior. Tomé la guitarra y empecé a tocar «Alfonsina y el mar». La gente se detuvo a escuchar; algunos dejaron monedas en el estuche abierto.

Esa tarde gané más dinero que en una semana trabajando en la tienda de don Álvaro. Pero cuando llegué a casa y le conté a mi madre cómo lo había conseguido, su reacción fue furiosa:

—¿Te volviste loco? ¿Quieres terminar como esos vagos de la esquina?

Mi padre no dijo nada; solo bajó la mirada. Camilo intentó defenderme:

—Mamá, al menos trajo algo para comer…

Pero ella no quiso escuchar. Me encerré otra vez en mi cuarto, sintiendo una mezcla de vergüenza y orgullo.

Los días pasaron y seguí tocando con don Ernesto. Aprendí canciones nuevas, conocí gente distinta: vendedores ambulantes, niños huérfanos, mujeres cansadas de esperar milagros. Cada uno tenía su propia historia de lucha y dolor. Empecé a entender que no era el único perdido en este mundo.

Una tarde, mientras tocábamos frente al metro, se acercó una mujer elegante. Me preguntó si quería audicionar para un concurso de talentos locales. Dudé; pensé en mi madre y su desaprobación. Pero don Ernesto me animó:

—La vida es como una canción: si no te atreves a tocarla, nunca sabrás cómo suena.

Fui al concurso sin decirle nada a mi familia. Cuando llegó el día de la final, el teatro estaba lleno. Sentí un nudo en la garganta al ver entre el público a Camilo y Valeria; mi madre no fue.

Canté como nunca antes. Al terminar, el aplauso fue ensordecedor. Gané el primer lugar y un pequeño premio en efectivo. Pero lo más importante fue ver a Valeria correr hacia mí con lágrimas en los ojos:

—¡Sabía que podías hacerlo!

Esa noche llegué a casa con miedo. Mi madre me esperaba sentada en la mesa. Me miró largo rato antes de hablar:

—No entiendo tus decisiones… pero eres mi hijo. Solo quiero que seas feliz.

Lloramos juntos por primera vez en años.

Hoy sigo luchando por mis sueños y por mi familia. A veces siento que traiciono a uno por elegir al otro; otras veces creo que puedo honrar ambos caminos si soy fiel a mí mismo.

¿Y tú? ¿Alguna vez has sentido que tus sueños van en contra de lo que tu familia espera de ti? ¿A quién le debes tu lealtad realmente?