El consejo que nunca escuché: La historia de Julián y la última llamada de mamá

—Julián, por favor, ven a casa esta noche. No me siento bien—. La voz de mi madre retumbó en el altavoz del celular, mezclándose con el ruido de la lluvia golpeando los ventanales de mi departamento en Buenos Aires. Era la tercera vez en la semana que me llamaba, pero yo estaba atrapado entre correos urgentes y la presión de entregar un guion para la productora antes del amanecer.

—Mamá, no puedo ahora. Tengo mucho trabajo. Mañana te llamo temprano, ¿sí?— respondí, intentando sonar tranquilo, aunque por dentro sentía una punzada de culpa.

—Julián, hijo…— su voz se quebró y luego solo escuché el silencio. Cortó antes de que pudiera decir algo más.

Me quedé mirando el teléfono unos segundos. Pensé en llamarla de vuelta, pero el sonido de una nueva notificación me devolvió a la realidad: “Julián, necesitamos el guion antes de las 8 am. Contamos con vos”. Suspiré y me sumergí en el trabajo, convencido de que todo podía esperar menos mi carrera.

No sabía que esa sería la última vez que escucharía su voz.

Al día siguiente, a las 7:30 am, mi hermana Camila me llamó llorando. —¡Julián! Mamá… mamá se fue anoche. La encontré esta mañana…—

El mundo se detuvo. Sentí que el aire se volvía denso y frío. Quise gritar, correr, volver el tiempo atrás. Pero solo pude quedarme sentado, mirando la pantalla del celular como si fuera un objeto extraño.

El velorio fue un desfile de rostros conocidos y desconocidos. Vecinas que traían empanadas y palabras vacías; tíos que no veía desde hacía años; amigos de mamá que me miraban con una mezcla de lástima y reproche. Camila no me habló durante días. Mi papá, ausente desde hacía años, apareció solo para firmar unos papeles y luego se fue sin mirar atrás.

En medio del dolor y la confusión, empecé a recordar los consejos que mamá me daba desde chico:

—No te olvides de comer bien, Julián. El éxito no sirve si te enfermás.
—Llamá a tu hermana, no seas orgulloso.
—No trabajes tanto, hijo. La vida pasa rápido.

Siempre los ignoré. Pensaba que eran frases hechas, cosas de madre. Ahora cada palabra era un eco insoportable en mi cabeza.

Los días siguientes fueron un torbellino de trámites y silencios incómodos en la casa familiar de Villa Crespo. Camila apenas me dirigía la palabra. Una tarde, mientras ordenábamos las cosas de mamá, encontré una caja con cartas y fotos viejas. Entre ellas había una carta dirigida a mí:

«Julián querido,
Si alguna vez lees esto es porque ya no estoy. No quiero que te sientas culpable por nada. Solo quiero que recuerdes que la vida es corta y los momentos con quienes amamos son lo único que realmente importa. No te encierres en tu trabajo ni en tus miedos. Viví, hijo. Viví de verdad.
Con amor,
Mamá»

Las lágrimas me nublaron la vista. Sentí una mezcla de rabia y tristeza tan profunda que quise romper todo a mi alrededor. ¿Por qué nunca escuché? ¿Por qué siempre pensé que habría tiempo?

Esa noche soñé con ella. Estábamos en la cocina, preparando milanesas como cuando era chico. Me miraba con ternura y me decía: —No te olvides de ser feliz, Julián.— Me desperté llorando como un niño.

Intenté acercarme a Camila. Un día la encontré sentada en el balcón, fumando en silencio.

—Cami… perdoname. Tendría que haber estado acá.—
Ella apagó el cigarrillo y me miró con los ojos llenos de lágrimas.

—No sos el único que se siente culpable. Yo también estaba ocupada con mis cosas… Pero ya está, Julián. No podemos volver atrás.—
Nos abrazamos largo rato. Por primera vez en semanas sentí un poco de alivio.

Volví a mi departamento con la caja de cartas y fotos. Empecé a escribir sobre mamá, sobre nuestra historia, sobre todo lo que nunca le dije. Publiqué un texto en mis redes sociales contando lo que había pasado y lo mucho que lamentaba no haber escuchado sus consejos.

No esperaba nada, pero al día siguiente mi bandeja de entrada estaba llena de mensajes: amigos contando historias similares; desconocidos agradeciéndome por compartir mi dolor; colegas confesando sus propios arrepentimientos familiares.

Un mensaje me llamó especialmente la atención:

«Hola Julián,
Leí tu historia y me hizo pensar en mi papá. Hace años que no le hablo por una pelea tonta. Gracias por recordarme lo importante que es no dejar pasar el tiempo.
Un abrazo,
Mariana»

Me di cuenta entonces de que mi dolor no era único ni especial. Todos cargamos con palabras no dichas y abrazos postergados.

Empecé a visitar más seguido a Camila. Cocinábamos juntos como cuando éramos chicos y hablábamos de mamá sin miedo al llanto. También llamé a mi papá después de años sin hablarle. La conversación fue incómoda al principio, pero poco a poco empezamos a reconstruir algo parecido a una relación.

Hoy sigo trabajando en la productora, pero aprendí a poner límites. Los domingos son sagrados: almuerzo con Camila o salgo a caminar por el parque Centenario recordando las tardes con mamá.

A veces me pregunto si algún día podré perdonarme del todo por no haber escuchado ese último consejo. Pero también aprendí que el arrepentimiento puede transformarse en algo bueno si nos ayuda a cambiar.

¿Y vos? ¿Hace cuánto no escuchás realmente a quienes te quieren? ¿Cuántas veces postergaste un abrazo o una visita pensando que siempre habría tiempo?

Quizás hoy sea el momento de hacer esa llamada.