El Cuarto de la Abuela: Crónica de una Familia en la Ciudad
—¡Mariana! ¿Otra vez llegas tarde? —La voz de mi madre retumba desde la cocina, cortando el aire denso del apartamento.
Me detengo en seco frente a la puerta, con el uniforme arrugado y la mochila pesando más por el miedo que por los libros. Aprieto el cuaderno contra el pecho, sintiendo el papel arrugado del boletín de notas. No sé si entrar o quedarme en el pasillo, donde los gritos de los vecinos se mezclan con el olor a sopa de fideos y ropa húmeda.
—Ya voy, mamá —respondo, intentando sonar tranquila, aunque la garganta me arde.
Entro y veo a mi abuela sentada en su sillón, tejiendo con manos temblorosas. Mi hermano menor, Diego, juega en el suelo con un carrito sin ruedas. Mi madre, Lucía, revuelve una olla mientras mira de reojo el reloj de la pared. El televisor murmura noticias sobre la inflación y los despidos en la fábrica del barrio.
—¿Y ese boletín? —pregunta mi madre sin mirarme directamente.
Siento que me desarmo por dentro. Pienso en esconderlo bajo el colchón, como hice la última vez, pero sé que no puedo seguir postergando lo inevitable. Saco el papel arrugado y lo dejo sobre la mesa. Mi madre lo toma con manos ásperas y lo lee en silencio. El silencio se vuelve insoportable.
—¿Un cuatro en matemáticas, Mariana? ¿Otra vez? —Su voz es baja pero cortante.
Mi abuela suspira y deja de tejer. Diego me mira con ojos grandes, esperando que no llore. Yo bajo la cabeza y me muerdo los labios para no soltar las lágrimas.
—No entiendo nada, mamá. El profe explica rápido y yo… —balbuceo.
—¡No hay excusas! —interrumpe mi madre—. Si no estudias, terminarás como yo: limpiando casas ajenas para que otros puedan soñar.
La frase me golpea más fuerte que cualquier castigo. Sé que mi madre quiere lo mejor para nosotros, pero a veces siento que sus sueños frustrados pesan sobre mis hombros como una mochila llena de piedras.
Esa noche ceno en silencio. Mi abuela me acaricia el cabello cuando paso junto a ella rumbo al cuarto que compartimos las tres mujeres de la casa. El departamento es pequeño: dos habitaciones, una cocina diminuta y un baño donde la humedad pelea con nosotros cada invierno. El único espacio propio que tengo es una esquina junto a la ventana, donde guardo mis libros y mis dibujos.
Mientras me acuesto junto a mi abuela, escucho a mi madre llorar bajito en la cocina. Me pregunto si alguna vez podré hacerla feliz o si siempre seré una decepción más en su vida cansada.
Al día siguiente, en la escuela, mis amigas hablan de las vacaciones y de los celulares nuevos que esperan recibir por Navidad. Yo solo pienso en cómo conseguir un cuaderno usado para el próximo año. La profesora de matemáticas me llama al escritorio:
—Mariana, ¿por qué no viniste a las clases de apoyo?
—No pude, profe… Tenía que cuidar a mi hermano mientras mi mamá trabajaba.
Ella suspira y me mira con compasión. Me da una hoja con ejercicios y me dice que pase por su casa el sábado para ayudarme. Siento una mezcla de vergüenza y alivio.
Esa tarde, al volver a casa, encuentro a mi madre discutiendo con mi tía Rosa por el cuarto de la abuela. Rosa quiere llevársela a vivir con ella porque dice que aquí no hay espacio ni tranquilidad. Mi madre se niega; dice que no va a abandonar a su madre como hicieron otros hermanos.
—¡Siempre te creíste mejor que los demás! —grita Rosa—. Pero mira cómo vives: apretadas como sardinas y tus hijos sin futuro.
—¡Por lo menos no me olvido de dónde vengo! —responde mi madre, temblando de rabia.
Me escondo detrás de la puerta del baño y escucho todo. Siento una rabia sorda contra mi tía y contra todos los adultos que parecen pelear siempre por lo mismo: dinero, espacio, culpas viejas.
Esa noche mi abuela me cuenta historias de cuando era joven en el campo. Habla de ríos limpios y cielos llenos de estrellas. Yo cierro los ojos e imagino otro mundo lejos del cemento y los gritos.
Los días pasan entre tareas escolares, peleas familiares y sueños postergados. Un sábado acompaño a mi madre a limpiar una casa en un barrio elegante. Mientras ella frota pisos ajenos, yo hago la tarea sentada en una mesa enorme donde nadie se sienta nunca. Veo fotos de familias sonrientes en las paredes y me pregunto si alguna vez podré tener una casa así.
Al volver al departamento, encuentro a Diego llorando porque rompió su único juguete. Mi madre lo abraza y le promete arreglarlo mañana. Yo me encierro en el baño y lloro en silencio, sintiendo que todo es demasiado pesado para mis trece años.
Un domingo cualquiera, mi abuela se enferma. No hay dinero para llevarla al médico privado y en el hospital público nos hacen esperar horas. Mi madre discute con los doctores; yo cuido a Diego en la sala de espera mientras él duerme sobre mis piernas.
Esa noche, cuando por fin volvemos a casa con mi abuela medicada pero débil, mi madre se sienta conmigo en la cama:
—Perdóname si soy dura contigo, hija —me dice—. Solo quiero que tengas una vida mejor que la mía.
La abrazo fuerte y lloro sobre su hombro huesudo. Por primera vez entiendo que su enojo es miedo disfrazado: miedo a perderme, miedo a repetir su historia.
El año termina y apruebo matemáticas gracias a las clases de apoyo. Mi madre sonríe por primera vez en mucho tiempo cuando ve mi boletín limpio de rojos. Esa noche cenamos juntas sin discutir; incluso Diego ríe cuando le cuento un chiste malo.
Pero sé que nada es fácil ni definitivo en nuestra vida. La abuela empeora y mi tía Rosa vuelve a insistir con llevársela al campo. Mi madre duda; yo también quiero lo mejor para ella pero no sé qué es lo correcto.
Una tarde cualquiera, mientras miro por la ventana los techos grises del barrio y escucho las risas lejanas de otros niños jugando en la calle, me pregunto si algún día podré salir de este ciclo: pobreza, sacrificio, sueños rotos pero nunca olvidados.
¿Será posible romper las cadenas del pasado sin dejar atrás a quienes amamos? ¿O estamos condenados a repetir la historia una y otra vez? ¿Ustedes qué piensan?