El décimo hijo: Bajo el mismo techo, bajo los mismos sueños
—¡Mamá, la vecina otra vez está diciendo que somos una fábrica de niñas!— gritó Mariana desde la ventana, con esa mezcla de rabia y vergüenza que sólo una adolescente puede sentir. Yo estaba en la cocina, con las manos llenas de masa para las arepas y el corazón lleno de dudas. ¿Por qué la gente no puede simplemente dejar vivir a los demás?
Me llamo Mirela y tengo treinta y ocho años. Vivo en un barrio popular de Medellín con mi esposo Edin y nuestras nueve hijas. Sí, nueve. Cada una con su carácter, sus sueños y sus peleas. Cuando me enteré de que estaba embarazada por décima vez, sentí una mezcla de miedo y esperanza. No por mí, sino por lo que dirían los demás. Aquí, en este barrio donde todos se conocen y nadie se calla, tener tantos hijos es casi un escándalo.
Edin llegó esa noche cansado del taller mecánico. Se sentó a la mesa y me miró con esos ojos oscuros que siempre buscan respuestas en mi silencio.
—¿Otra vez te dijeron algo? —preguntó mientras partía una arepa.
—No sólo eso. Hoy Mariana llegó llorando del colegio porque una profesora le preguntó si no nos alcanzaba para comprar televisión —le respondí, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta.
Él suspiró y me tomó la mano. —Mirela, la gente siempre va a hablar. Pero esta es nuestra familia. ¿Te acuerdas cuando soñábamos con una casa llena de niños?
Sí, lo recordaba. Pero nunca imaginé que ese sueño se convertiría en el centro de tantas miradas y comentarios malintencionados. Mi suegra, doña Rosa, tampoco ayudaba mucho.
—Mija, ¿y si este tampoco es varón? ¿Vas a seguir intentando? —me decía cada vez que venía a visitarnos, como si tener un hijo hombre fuera la única forma de validar mi maternidad.
A veces me preguntaba si yo misma no estaba buscando ese niño para complacer a todos. ¿Y si volvía a ser niña? ¿Sería capaz de soportar otra ronda de chismes y miradas lastimeras?
Las noches eran largas. Me acostaba escuchando el murmullo de mis hijas en el cuarto contiguo: risas, peleas por el cargador del celular, secretos compartidos bajo las sábanas. En esos momentos sentía orgullo, pero también una soledad profunda. Nadie entendía lo difícil que era cargar con las expectativas de todos: la familia, los vecinos, hasta las amigas que ya no me invitaban porque «con tantos hijos nunca tienes tiempo».
Un domingo cualquiera, mientras preparábamos el almuerzo familiar, estalló la tormenta. Mariana discutía con Lucía por la ropa prestada; Sofía lloraba porque no encontraba su cuaderno; Edin intentaba arreglar el televisor viejo; yo trataba de mantener la calma mientras sentía las pataditas del bebé en mi vientre.
De pronto, doña Rosa apareció en la puerta con su voz fuerte y su mirada inquisitiva.
—¿Y ya sabes qué va a ser? —preguntó sin saludar.
—Todavía no, suegra —le respondí, apretando los dientes.
—Pues ojalá sea varón, porque si no…
No la dejé terminar. —¿Porque si no qué? ¿Va a querer menos a su nieta? ¿O va a decirle a todo el barrio que fracasé como mujer?
El silencio fue tan pesado que hasta las niñas dejaron de pelear. Edin me miró sorprendido; nunca antes le había hablado así a su madre.
Doña Rosa bajó la mirada y murmuró algo sobre ayudar en la cocina. Yo sentí una mezcla de culpa y alivio. Por fin había dicho lo que llevaba años guardando.
Esa noche, después de acostar a las niñas, Edin se sentó a mi lado en la cama.
—Mirela, sé que esto te pesa más de lo que dices. Pero yo te amo así, con todas nuestras hijas… y con este bebé que viene en camino. No importa si es niño o niña.
Lloré en silencio. No sólo por mí, sino por todas las mujeres que cargan con expectativas ajenas: que si tienes muchos hijos eres irresponsable; que si sólo tienes niñas te falta algo; que si trabajas descuidas tu casa; que si te quedas eres sumisa.
Los días pasaron entre consultas médicas y comentarios maliciosos. Un día, mientras esperaba mi turno en el hospital público, escuché a dos mujeres hablar detrás de mí:
—¿Viste a la señora esa? La que siempre está embarazada…
—Dicen que busca el varón para que el marido no se le vaya…
Sentí ganas de voltear y gritarles que no sabían nada de mi vida. Pero me quedé callada. ¿Para qué pelear con gente así?
La cita llegó. La doctora me sonrió y me preguntó si quería saber el sexo del bebé.
—Sí —le dije sin dudar.
Me tomó la mano y me miró a los ojos.—Es una niña, Mirela.
Por un segundo sentí que el mundo se detenía. Pensé en Edin, en doña Rosa, en mis hijas… ¿Cómo iba a decirles? Pero luego sentí una paz extraña. Otra niña. Otra oportunidad para criar una mujer fuerte en este mundo tan duro para nosotras.
Esa noche reuní a toda la familia en la sala.
—Tengo noticias —dije con voz temblorosa—. Vamos a tener otra niña.
Hubo un silencio breve y luego Mariana gritó: —¡Otra hermana! ¡Qué chimba!
Las demás empezaron a reír y abrazarse. Edin me miró con lágrimas en los ojos y me abrazó fuerte.
Doña Rosa no dijo nada al principio. Luego se acercó despacio y me tomó la mano.
—Perdóneme si alguna vez le hice sentir menos por tener hijas —susurró—. Usted es más valiente que todas nosotras juntas.
Lloramos juntas esa noche. Por fin entendí que no necesitaba la aprobación de nadie para ser feliz con mi familia.
Hoy miro a mis hijas jugar bajo el mismo techo donde tantas veces sentí miedo y vergüenza. Ahora sólo siento orgullo. Orgullo de ser madre de diez mujeres valientes.
A veces me pregunto: ¿Por qué nos cuesta tanto aceptar la felicidad ajena? ¿Por qué creemos que sólo hay una forma correcta de vivir? Ojalá algún día aprendamos a mirar menos y abrazar más.