El departamento que rompió mi familia: Una historia de herencia, amor y traición en Buenos Aires
—¿Por qué no abriste antes, Mariana? —la voz de Graciela retumbó en el pasillo, mientras empujaba la puerta del departamento con una seguridad que nunca le di.
Eran las siete de la mañana de un martes húmedo en Buenos Aires. Yo apenas había terminado de preparar el mate cuando la vi entrar, con su bolso colgando del brazo y esa mirada inquisitiva que me hacía sentir una extraña en mi propia casa. Mi esposo, Julián, todavía dormía. No sabía que ese día sería el principio del fin.
—No sabía que venías —le respondí, tratando de ocultar el temblor en mi voz.
—Este departamento era de mi hermano, Mariana. No te olvides —dijo, clavando sus ojos en los míos.
Ese departamento lo heredé de mi tía abuela, una mujer que me crió cuando mis padres murieron en un accidente en la ruta 2. Era lo único mío en el mundo. Pero desde que me casé con Julián, su familia nunca aceptó que yo tuviera algo propio. Para ellos, todo debía compartirse, sobre todo si era valioso.
Al principio, pensé que era una cuestión de costumbres. En mi familia siempre se respetó el espacio ajeno, pero en la de Julián todo era colectivo: la comida, los secretos, hasta los problemas. Pero el departamento… ese era mi refugio.
Las cosas se pusieron más tensas cuando Julián perdió su trabajo en la fábrica y empezamos a depender de mi sueldo como maestra. Graciela venía cada vez más seguido, trayendo a sus otros hijos y nietos. Un día encontré a su hija menor, Lucía, revisando mis cajones.
—¿Buscás algo? —le pregunté.
—Nada, solo quería ver si tenías alguna crema para el acné —me respondió con descaro.
Me sentía invadida. Hablé con Julián esa noche.
—No puedo más con tu familia metida acá todo el tiempo —le dije.
—Son mi sangre, Mariana. No puedo echarlos a la calle —me contestó él, sin mirarme a los ojos.
La presión fue creciendo. Graciela empezó a sugerir que vendiéramos el departamento para comprar una casa más grande entre todos. Yo me negué rotundamente. Era lo único que me quedaba de mi infancia, de mi tía abuela, de mi identidad.
Una tarde lluviosa, mientras corregía exámenes en la mesa del comedor, Graciela llegó con una carpeta llena de papeles.
—Mirá —me dijo—. Hablé con un abogado amigo. Si Julián es tu esposo, tiene derecho a la mitad del departamento. Y si vos no querés vender, podemos hacer un juicio de partición.
Sentí un frío recorrerme la espalda. ¿Cómo podía ser que la mujer que me abrazó el día de mi boda ahora quisiera arrebatarme lo único mío?
Esa noche discutí con Julián hasta las lágrimas.
—¿Vos sabías esto? ¿Estás de acuerdo con tu mamá? —le grité.
—No sé qué querés que haga. Estamos todos apretados acá. Mi vieja solo quiere lo mejor para todos —me respondió él, cada vez más distante.
Empecé a dormir mal. Soñaba con mi tía abuela mirándome desde la puerta del departamento, preguntándome por qué permitía que me pisotearan así. Mis amigas me decían que pusiera límites, pero yo tenía miedo de perderlo todo: el amor de Julián, la idea de familia que tanto me costó construir después de quedarme huérfana.
Un domingo al mediodía, mientras preparaba milanesas para todos, escuché a Graciela hablando por teléfono en voz baja:
—Sí, sí… ya casi la convencemos. Si no quiere vender, le hacemos juicio y listo…
Sentí que algo se rompía adentro mío. Ese mismo día le pedí a Julián que habláramos a solas.
—Necesito saber si estás conmigo o con tu familia —le dije con la voz quebrada.
Él no respondió. Se quedó mirando por la ventana como si buscara una respuesta en los edificios grises de Almagro.
Esa noche tomé una decisión. Llamé a una amiga y le pedí quedarme unos días en su casa. Cuando fui a buscar mis cosas al departamento, Graciela estaba sentada en el sillón como si fuera suyo.
—¿Ya te vas? Pensé que ibas a pelear más —me dijo con una sonrisa amarga.
No respondí. Solo agarré mis libros y una foto de mi tía abuela. Salí sin mirar atrás.
Pasaron meses antes de que pudiera volver a entrar al departamento. Tuve que iniciar un proceso legal para desalojar a la familia de Julián. Fue doloroso ver cómo se desmoronaba todo lo que había construido con tanto esfuerzo: mi matrimonio terminó en un divorcio frío y silencioso; mis ex cuñados me insultaron por redes sociales; hasta algunos vecinos dejaron de saludarme.
Pero poco a poco fui recuperando mi espacio y mi paz. Volví a colgar los cuadros de mi infancia y a tomar mate mirando las plantas del balcón. Aprendí a estar sola sin sentirme vacía.
A veces me pregunto si hice bien en elegirme a mí misma antes que a la familia que intenté construir. ¿Cuántas mujeres habrán pasado por algo parecido? ¿Hasta dónde estamos dispuestas a ceder por amor o por miedo a estar solas?
¿Ustedes qué hubieran hecho? ¿Vale la pena perderlo todo por defender lo propio?