El Derecho de Volver a Casa: La Historia de Penélope

—No quiero sentirme como un vagabundo en mi propia casa, Penélope —me dijo mi papá, Marco, con la voz quebrada y los ojos llenos de una tristeza que nunca le había visto.

Era una tarde lluviosa en Ciudad de México. El olor a café recalentado llenaba la cocina mientras mi mamá, Victoria, trataba de disimular su angustia lavando platos que ya estaban limpios. Yo acababa de llegar de la universidad, con la mochila aún colgada del hombro y la cabeza llena de ideas sobre derechos humanos y justicia social. Pero nada de eso me preparó para lo que estaba a punto de escuchar.

—¿Por qué dices eso, papá? —pregunté, aunque ya intuía la respuesta.

Él suspiró y miró hacia la ventana empañada.

—Porque desde que perdí el trabajo en la fábrica, siento que estorbo. Que ya no tengo derecho ni a sentarme en la sala sin que me miren raro.

Mi mamá dejó caer un plato en el fregadero con más fuerza de la necesaria. El golpe resonó como un trueno en el silencio incómodo que se instaló entre los tres.

—No digas tonterías, Marco —dijo ella, pero su voz temblaba. —Esta es tu casa.

Pero yo sabía que no era tan simple. Desde que papá fue despedido por el recorte de personal, todo cambió. Antes era el sostén de la familia; ahora, pasaba los días buscando trabajo sin éxito y las noches sentado frente al televisor, con la mirada perdida. Mamá empezó a trabajar más horas como enfermera y yo conseguí una beca para poder seguir estudiando. La tensión se podía cortar con cuchillo.

Una noche, mientras cenábamos frijoles con arroz —otra vez—, papá rompió el silencio:

—Penélope, ¿tú crees que tengo derecho a quedarme aquí? ¿O debería irme para no ser una carga?

Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo podía preguntarme eso? ¿Acaso no era él quien me enseñó a andar en bicicleta? ¿El que me cuidó cuando tuve fiebre y me contó historias sobre su infancia en Oaxaca?

—Papá, tú tienes tanto derecho como yo. Esta casa es tuya también —le respondí, pero él solo bajó la mirada.

Esa noche no pude dormir. Me pregunté si realmente entendía lo que significaba perderlo todo de un día para otro. En la universidad hablábamos mucho sobre derechos: derecho a la educación, al trabajo, a la vivienda. Pero nunca pensé que tendría que defender esos derechos dentro de mi propia familia.

Al día siguiente, encontré a mamá llorando en el baño. Me acerqué y la abracé.

—No sé qué hacer, hija —me confesó entre sollozos—. Tu papá está deprimido y yo no puedo con todo sola.

La abracé más fuerte. Sentí una mezcla de rabia e impotencia. ¿Por qué las cosas tenían que ser tan difíciles para nosotros? ¿Por qué en este país perder el empleo significaba perder también la dignidad?

Decidí hablar con papá. Lo encontré sentado en el patio trasero, mirando las plantas marchitas.

—Papá, ¿te acuerdas cuando me enseñaste a plantar frijoles? —le pregunté.

Él asintió sin mirarme.

—Me dijiste que aunque la tierra estuviera seca, si uno tenía paciencia y cuidaba bien las semillas, algo bueno podía crecer.

Por fin me miró. Sus ojos estaban rojos.

—¿Y qué tiene que ver eso ahora?

—Que tú eres esa semilla, papá. No eres una carga. Eres parte de esta casa. Y si tú te vas… esta familia se marchita.

Él rompió a llorar y yo lo abracé fuerte. Sentí su cuerpo temblar como cuando era niña y tenía miedo a las tormentas.

Pero los problemas no desaparecieron. Las cuentas seguían llegando y el dinero no alcanzaba. Un día, mamá sugirió que yo buscara un trabajo de medio tiempo para ayudar con los gastos.

—Pero mamá, si trabajo no podré mantener mi beca —le dije angustiada.

—No te estoy obligando —respondió ella—. Solo… solo estoy cansada.

Esa noche discutieron fuerte. Los gritos se escuchaban hasta mi cuarto:

—¡No quiero que Penélope deje sus estudios por mi culpa! —gritó papá.

—¡Entonces haz algo! ¡Consigue cualquier trabajo! —respondió mamá entre lágrimas.

Me tapé los oídos con la almohada, deseando desaparecer.

Al día siguiente, papá salió temprano y regresó tarde con las manos llenas de grasa y una sonrisa cansada.

—Conseguí trabajo lavando carros en el mercado —me dijo—. No es mucho, pero es algo.

Lo abracé tan fuerte que casi lo dejo sin aire. Mamá también sonrió por primera vez en semanas.

Poco a poco las cosas mejoraron. Papá empezó a traer algo de dinero y su ánimo cambió. Ya no pasaba los días encerrado; incluso volvió a cuidar las plantas del patio. Mamá seguía trabajando duro pero ya no lloraba tanto. Yo mantuve mi beca y ayudaba en casa como podía.

Un domingo por la tarde nos sentamos los tres a comer juntos por primera vez en meses. Había pollo al horno —un lujo para nosotros— y todos reímos cuando papá contó una historia sobre su primer trabajo vendiendo tamales con su abuela en Oaxaca.

Miré a mis padres y sentí una mezcla de orgullo y alivio. Habíamos sobrevivido juntos a la tormenta. Pero también sentí rabia por todas las familias que no tienen esa oportunidad; por todos los padres que pierden su derecho a un hogar digno solo por quedarse sin empleo; por todas las Penélopes que tienen que elegir entre sus sueños y su familia.

Ahora entiendo que el derecho a la vivienda no es solo tener un techo; es tener un lugar donde uno se sienta digno y amado, incluso en los peores momentos.

¿Y ustedes? ¿Alguna vez han sentido que su hogar ya no les pertenece? ¿Qué harían si tuvieran que elegir entre sus sueños y su familia?