El Desencuentro de los Corazones: La Búsqueda de Amor en la Ciudad con mi Hermana Nicole

—¡No puede ser, Mariana! ¿Otra vez te quedaste callada? —Nicole me miraba con esa mezcla de impaciencia y ternura que solo una hermana mayor puede tener. El reggaetón vibraba en las paredes del club, y yo apenas podía escuchar mis propios pensamientos.

—Es que no sé qué decirle, Nicole. No me sale eso de coquetear —le respondí, bajando la mirada mientras el chico que ella me había presentado se alejaba, decepcionado.

Nicole suspiró, se acomodó el cabello y me abrazó por los hombros. —Mira, hermana, si no te sueltas un poco, nunca vas a encontrar a alguien. ¿No quieres dejar de ser la solterona de la familia?

Esa palabra me dolió más de lo que esperaba. «Solterona». Como si fuera una condena. Pero en mi familia, especialmente con la abuela Bárbara, era casi un insulto. Desde que cumplí veintisiete, no había reunión familiar en la que no me preguntaran por «el novio» o cuándo pensaba casarme.

Esa noche, mientras caminábamos por las calles iluminadas de Buenos Aires, Nicole seguía dándome consejos. —Tienes que dejarte llevar, Mariana. Mira, mañana vamos a ese café nuevo en Palermo. Dicen que va mucha gente interesante. Yo te ayudo, ¿sí?

Asentí, aunque por dentro sentía un nudo en el estómago. No era solo timidez; era miedo a decepcionar a todos, a mí misma.

Al día siguiente, el café estaba lleno de risas y conversaciones animadas. Nicole parecía un imán para las miradas: alta, segura, con esa sonrisa que desarma a cualquiera. Yo, en cambio, me sentía invisible.

—¿Ves ese chico de la mesa del fondo? —me susurró—. Se llama Matías. Es amigo de una amiga mía. Anda, ve a pedirle azúcar para tu café.

—¿Y si me dice que no?

—¡Ay, Mariana! ¿Y si te dice que sí? Anda, yo te cubro.

Me acerqué temblando. Matías me sonrió amablemente y charlamos unos minutos. Pero cuando Nicole se acercó para «ayudarme», él terminó pidiéndole su número a ella.

La historia se repitió varias veces esa semana: en el club de salsa donde Nicole bailó con todos menos conmigo; en la feria de San Telmo donde un vendedor le regaló una pulsera; incluso en la panadería del barrio, donde el panadero le guiñó el ojo mientras yo esperaba mi turno.

Una noche, después de otra salida fallida, llegamos a casa y encontramos a la abuela Bárbara sentada en la sala con su infaltable mate.

—¿Y? ¿Ya le presentaste un buen muchacho a tu hermana? —le preguntó a Nicole sin mirarme siquiera.

—Estamos en eso, abuela —respondió Nicole con una sonrisa forzada.

—Mirá que los años pasan volando, Mariana. No quiero morirme sin verte casada —dijo Bárbara con ese tono dramático que usaba para manipularnos.

Sentí una mezcla de rabia y tristeza. ¿Por qué tenía que ser así? ¿Por qué mi valor dependía de tener pareja?

Esa noche lloré en silencio. Nicole entró a mi cuarto y se sentó a mi lado.

—Perdón, Mari. No quise hacerte sentir mal. Es solo que… yo tampoco quiero verte sola.

—No estoy sola —le respondí—. Te tengo a vos, a mamá… Pero siento que todos esperan algo de mí que no sé si puedo darles.

Nicole me abrazó fuerte. —¿Y si dejamos de buscar por un tiempo? ¿Solo salimos nosotras dos?

Acepté aliviada. Las siguientes semanas fueron diferentes: fuimos al cine, paseamos por el parque Centenario, cocinamos juntas empanadas para mamá y la abuela. Por primera vez en meses sentí paz.

Pero la presión regresó como una ola cuando Bárbara organizó una cena familiar e invitó al hijo del vecino: un tal Federico, ingeniero y «buen partido» según ella.

Durante la cena, todos nos miraban como si esperaran que saltaran chispas entre nosotros. Federico era amable pero aburrido; hablaba solo de trabajo y fútbol. Yo asentía por educación mientras mi abuela me lanzaba miradas cómplices.

Cuando terminó la velada, Bárbara me tomó del brazo:

—¿Y? ¿Te gustó Federico? Es serio, trabajador…

—Abuela, no quiero casarme solo porque sí —le dije por primera vez con firmeza—. El matrimonio no es un premio de consuelo ni una obligación.

Bárbara se quedó callada unos segundos y luego suspiró resignada.

Esa noche soñé con todas las veces que intenté encajar en moldes ajenos: las dietas para verme «mejor», los cursos de cocina para ser «buena esposa», las salidas forzadas para encontrar pareja. Me desperté sintiendo un peso menos sobre los hombros.

Al día siguiente le propuse a Nicole hacer algo diferente: inscribirnos juntas en clases de cerámica. Allí conocí a personas nuevas sin presiones ni expectativas. Me hice amiga de Lucía y Camila, dos chicas divertidas y auténticas que me recordaron lo valioso que es ser uno mismo.

Con el tiempo aprendí a disfrutar mi propia compañía y a valorar mi historia sin compararla con la de otros. Nicole también cambió: dejó de buscarme pretendientes y empezó a preguntarme cómo me sentía realmente.

Un domingo cualquiera, mientras tomábamos mate en el balcón y veíamos caer la tarde sobre la ciudad, Nicole me miró y dijo:

—¿Sabés qué? Creo que nunca te lo dije… pero te admiro mucho. Tenés una fuerza que yo no tengo: la de ser fiel a vos misma.

Sonreí agradecida y sentí que algo dentro mío sanaba poco a poco.

Hoy sigo soltera y feliz. La abuela Bárbara todavía sueña con verme vestida de blanco, pero ya no dejo que sus palabras definan mi valor. Aprendí que el amor propio es el primer paso antes de compartir la vida con alguien más.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo sienten esa presión invisible todos los días? ¿Cuándo aprenderemos a elegir por nosotras mismas y no por miedo al qué dirán?