El deseo de otra maternidad

—¿Por qué nunca me lo dijiste, abuela? —grité, con la voz quebrada y las manos temblorosas, mientras sostenía la carta amarillenta que acababa de encontrar en el fondo del ropero. Afuera, el cielo de Ciudad de México amenazaba con una tormenta, pero dentro de la casa, el verdadero huracán era yo.

Mi nombre es Mariana Torres. Tenía quince años cuando descubrí que mi madre no era mi madre. O, mejor dicho, que la mujer que me crió, mi abuela Carmen, había sido mi refugio y mi mundo desde que tengo memoria, pero no era quien me dio la vida. La carta, escrita con una caligrafía temblorosa y firmada por una tal Lucía, hablaba de una niña entregada a su abuela porque «no podía darle la vida que merecía».

Recuerdo ese día como si fuera hoy. Volvía de la secundaria con el corazón ligero porque Kike, el chico más guapo del salón, me había sonreído y dicho que las mujeres merecen flores todos los días. Yo me sentí especial, como si ese comentario fuera solo para mí. Caminé por la avenida Insurgentes con una sonrisa tonta, pensando en lo bonito que sería recibir rosas el Día de la Mujer. Pero al llegar a casa, todo cambió.

La abuela estaba en la cocina, preparando mole como cada jueves. El aroma a chocolate y chile llenaba el aire. Yo subí a mi cuarto para buscar mi cuaderno de biología y ahí, entre los trapos viejos del ropero, encontré la carta. Al principio pensé que era una nota cualquiera, pero al leer mi nombre y la palabra «hija», sentí un frío recorriéndome la espalda.

—¿Por qué nunca me lo dijiste? —repetí, con lágrimas en los ojos.

Carmen dejó caer la cuchara de madera y se quedó inmóvil. Sus ojos se llenaron de lágrimas y su voz apenas fue un susurro:

—Porque quería protegerte, Marianita. Tu mamá… Lucía… ella no podía cuidarte. Era muy joven, estaba sola y…

—¿Y mi papá? ¿Dónde está él?

La abuela bajó la mirada. —No sé nada de él. Lucía nunca quiso hablar de eso.

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Toda mi vida había sido una mentira. ¿Quién era yo realmente? ¿Por qué mi madre me había dejado? ¿Por qué nadie me lo había contado antes?

Esa noche no pude dormir. Escuchaba los truenos afuera y pensaba en Lucía. ¿Cómo sería? ¿Tendría mis mismos ojos oscuros? ¿Le gustarían las novelas como a mí? ¿O tal vez era una extraña a la que nunca conocería?

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. En la escuela, mis amigas notaron que algo andaba mal.

—¿Qué te pasa, Mariana? —preguntó Sofía mientras compartíamos unas papas en el recreo.

—Nada… cosas de familia —respondí, sin atreverme a contarles la verdad.

Pero por dentro sentía rabia y tristeza. Empecé a discutir con Carmen por cualquier cosa: por la comida fría, por no dejarme salir con mis amigas, por no entenderme. Ella solo suspiraba y me miraba con esa mezcla de paciencia y dolor que solo tienen las abuelas mexicanas.

Un domingo, después de misa, decidí buscar a Lucía. Encontré su dirección en la carta: una colonia popular en Iztapalapa. Tomé el metro sola por primera vez en mi vida, con el corazón latiendo tan fuerte que pensé que todos podían oírlo.

La casa era pequeña y humilde. Una mujer delgada abrió la puerta. Tenía el cabello negro como el mío y los mismos ojos tristes.

—¿Lucía? —pregunté con voz temblorosa.

Ella me miró sorprendida. —¿Mariana?

Nos quedamos en silencio unos segundos eternos. Luego ella me abrazó tan fuerte que sentí que se rompía algo dentro de mí.

—Perdóname —susurró—. No tuve opción… Era muy joven… Tuve miedo…

Lloramos juntas en ese umbral durante minutos que parecieron horas. Me contó su historia: cómo se enamoró de un hombre mayor que prometió cuidarla pero desapareció cuando supo del embarazo; cómo su familia la rechazó; cómo Carmen fue su única salvación.

—Siempre te he amado —me dijo—. Pero pensé que estarías mejor con tu abuela.

No supe qué decirle. Parte de mí quería abrazarla y nunca soltarla; otra parte quería gritarle todo el dolor acumulado durante años.

Volví a casa esa noche sintiéndome más sola que nunca. Carmen me esperaba despierta, sentada en la sala con una taza de café frío entre las manos.

—¿Fuiste a verla? —preguntó sin mirarme.

Asentí en silencio.

—¿Y ahora qué vas a hacer?

No tenía respuesta. ¿Podía perdonar a Lucía? ¿Podía seguir viendo a Carmen como mi verdadera madre?

Las semanas pasaron y empecé a visitar a Lucía los sábados. Me enseñó a hacer tortillas a mano y me contó historias de cuando era joven. Pero siempre había una distancia invisible entre nosotras; un muro hecho de años perdidos y palabras no dichas.

En casa, Carmen se volvió más callada. Un día la encontré llorando en la cocina.

—Tengo miedo de perderte —me confesó—. Eres lo único que tengo en este mundo.

La abracé fuerte. Por primera vez entendí su miedo: el miedo de toda madre (o abuela) mexicana que ha dado todo por sus hijos y teme quedarse sola.

Un día llevé flores a ambas: rosas para Lucía y margaritas para Carmen. Les dije que las amaba a las dos, aunque fuera diferente. Que necesitaba tiempo para sanar y entender quién era yo realmente.

Hoy tengo diecisiete años y sigo buscando respuestas. A veces siento rabia por lo que me ocultaron; otras veces agradezco haber tenido dos mujeres tan valientes en mi vida. No sé si algún día podré perdonar del todo ni si podré llamarlas «mamá» sin sentir dolor o culpa.

Pero aprendí algo: la familia no siempre es como nos la cuentan en los cuentos; a veces es más complicada, más dolorosa… pero también más real.

¿Ustedes creen que uno puede tener dos madres? ¿Es posible sanar las heridas del pasado o estamos condenados a repetirlas?