El destino no pregunta: una historia de amor imposible en el corazón de México

—¡Mariana, no puedes seguir con esto! —La voz de mi madre retumba en el altavoz, tan cortante como el filo de un machete. Estoy sentada en la azotea de la casa, con las luces de Ciudad de México titilando a lo lejos, y el teléfono temblando entre mis manos sudorosas. Mi corazón late tan fuerte que casi no escucho el resto—. Si eliges a Emiliano, olvídate de nosotros.

Por un instante, el mundo se detiene. El viento frío me despeina, y siento que el aire se vuelve más denso, como si la ciudad entera supiera que estoy a punto de romperme. ¿Cómo llegué aquí? ¿En qué momento el amor se volvió una sentencia?

Todo empezó hace dos años, en una fiesta patronal en Coyoacán. Yo, Mariana Torres, hija mayor de una familia tradicional, estudiante de Derecho y con un futuro ya escrito por mis padres: casarme con alguien «de nuestra clase», trabajar en el despacho familiar y nunca, jamás, salirme del guion. Pero esa noche conocí a Emiliano Ramírez. Él no era como los demás: hijo de una costurera y un taxista, moreno, risueño, con los ojos llenos de sueños imposibles. Bailamos toda la noche bajo las luces de colores, y cuando me tomó la mano supe que algo en mí había cambiado para siempre.

—¿Sabes que no deberías estar aquí conmigo? —me susurró mientras sonaba una cumbia lenta.

—¿Y tú? —le respondí, retándolo con la mirada.

—Yo tampoco —rió—. Pero aquí estamos.

Desde entonces, cada encuentro era un acto de rebeldía. Nos veíamos a escondidas en cafeterías del Centro Histórico, paseábamos por Chapultepec los domingos y soñábamos con un futuro propio. Pero la ciudad es grande y pequeña a la vez: los rumores llegaron rápido a mi familia. Mi madre fue la primera en enterarse.

—¿Qué dirán las tías? ¿Qué va a pensar tu papá? Mariana, tú no entiendes lo que te juegas —me decía entre lágrimas y reproches.

Mi padre fue más frío:

—Ese muchacho no es para ti. No tiene nada que ofrecerte. Piensa en tu futuro.

Pero yo ya había elegido. O eso creía.

Emiliano era mi refugio. Cuando el peso de las expectativas me ahogaba, él me recordaba que podía ser libre. Soñábamos con irnos juntos a Oaxaca, abrir una pequeña librería-café frente al mar. Él escribiría poesía; yo ayudaría a niños del pueblo con sus tareas. Era un sueño ingenuo, sí, pero era nuestro.

La presión familiar creció como una tormenta. Mi abuela dejó de hablarme; mis primas me miraban con lástima en las reuniones; mi hermano menor me evitaba. Una tarde, mi madre me encerró en su cuarto y me mostró fotos de posibles pretendientes: hijos de amigos empresarios, todos con apellidos largos y sonrisas falsas.

—Mira, Mariana, esto es lo que mereces. No ese muchacho sin futuro.

—¡No quiero eso! ¡Quiero a Emiliano!

—¡Pues entonces vete! Pero no vuelvas a esta casa.

Esa noche lloré hasta quedarme dormida. Emiliano me llamó al amanecer:

—¿Estás bien?

—No lo sé —le respondí—. Tengo miedo.

—Yo también —admitió—. Pero si te tengo a ti, puedo con todo.

Pasaron semanas así: peleas en casa, encuentros furtivos, cartas escondidas bajo la almohada. Un día Emiliano llegó con una noticia:

—Me ofrecieron trabajo en Monterrey. Es una oportunidad… pero solo iré si vienes conmigo.

Mi mundo se tambaleó. ¿Dejar todo? ¿Mi familia, mi carrera, mi ciudad?

Esa noche discutí con mi madre como nunca antes:

—¿Por qué no puedes entender que lo amo?

—Porque el amor no paga las cuentas ni cura el hambre —me gritó—. Porque yo también amé y tuve que renunciar por ustedes.

Por primera vez vi a mi madre llorar por algo más que rabia: lloraba por su propia juventud perdida, por sus sueños truncados. Me abrazó fuerte y susurró:

—No quiero que sufras como yo.

Pero yo ya estaba sufriendo.

La decisión me perseguía día y noche. Emiliano o mi familia. Libertad o lealtad. Cada opción era una traición a una parte de mí misma.

La última noche antes de que Emiliano se fuera, nos encontramos en el parque donde nos dimos nuestro primer beso.

—No quiero obligarte —me dijo—. Si decides quedarte, te entenderé… pero si vienes conmigo, te prometo que haré todo para verte feliz.

Lo abracé tan fuerte como pude, como si así pudiera detener el tiempo. Pero el amanecer llegó igual.

Esa mañana empaqué una mochila con lo esencial: un par de libros, una foto de mi familia y la carta que Emiliano me escribió cuando cumplí años. Bajé las escaleras en silencio; mi madre estaba en la cocina, preparando café.

—¿Te vas? —preguntó sin mirarme.

—Sí —respondí apenas audible.

Se acercó y me entregó un pequeño rosario:

—Para que no te olvides de dónde vienes… ni de quién eres.

Salí a la calle con el corazón hecho trizas. Caminé hasta la estación del ADO donde Emiliano me esperaba con los ojos llenos de esperanza y miedo.

Nos fuimos juntos a Monterrey. Los primeros meses fueron duros: trabajos mal pagados, departamentos diminutos, nostalgia por casa. Pero cada noche nos dormíamos abrazados, convencidos de que habíamos elegido el amor sobre todo lo demás.

Con el tiempo abrimos nuestro café-librería en un barrio popular. No era frente al mar ni tan grande como soñamos, pero era nuestro refugio. A veces llegaban clientes que me recordaban a mi familia; otras veces lloraba sola en el baño porque extrañaba los domingos familiares o los chiles en nogada de mi abuela.

Un día recibí una carta de mi madre:

«Te extraño todos los días. No sé si hice bien o mal al dejarte ir. Solo espero que seas feliz. Aquí siempre tendrás tu casa si decides volver».

Lloré como nunca antes. Llamé a Emiliano y le conté entre sollozos:

—¿Crees que algún día pueda tenerlo todo? ¿El amor y la familia? ¿O siempre tendré que elegir?

Ahora escribo esto desde nuestra pequeña librería mientras afuera cae la lluvia sobre Monterrey. A veces pienso en todo lo que perdí… pero también en lo mucho que gané al atreverme a amar sin permiso.

¿Ustedes qué harían? ¿Renunciarían a su familia por amor? ¿O se quedarían donde todos esperan que estén? A veces siento que el destino nunca pregunta… solo pone pruebas para ver si somos capaces de elegirnos a nosotros mismos.