El día en que mi hijo no me abrió la puerta

—¡Ángel! ¡Ángel, soy yo, mamá!— grité mientras golpeaba la puerta con la mano temblorosa, el aroma del pan recién horneado escapando de la bolsa que apretaba contra el pecho. El pasillo del edificio olía a humedad y a domingo, ese olor indefinible de ropa lavada y café barato. Nadie respondió. Solo el eco de mis propios golpes y el murmullo lejano de una televisión encendida en otro departamento.

Me quedé ahí, parada frente a la puerta azul descascarada del departamento 304, con el corazón latiendo fuerte, como si presintiera que algo se había roto para siempre. Miré el reloj: las nueve y media. Ángel siempre se levantaba tarde los domingos, pero yo quería sorprenderlo. Había cocinado su sopa favorita, ese caldo de pollo con verduras que aprendí a hacer de mi abuela en Veracruz, y horneado el pan que tanto le gustaba cuando era niño. Hasta preparé un cheesecake de maracuyá, porque él siempre decía que mi postre era mejor que cualquier cosa de pastelería.

—¡Ángel!— insistí, esta vez más bajo, casi suplicando. Escuché pasos al fondo del pasillo; era doña Carmen, la vecina del 302.

—¿No te abre otra vez, Lupita?— preguntó con esa voz entre compasiva y chismosa.

—No sé qué le pasa… Tal vez está dormido— respondí, forzando una sonrisa.

Doña Carmen me miró con lástima y se metió a su departamento. Me senté en el escalón frente a la puerta. El peso de las bolsas me cortaba la circulación en los dedos. Pensé en los años que pasaron tan rápido: los cumpleaños de Ángel cuando era niño, las veces que lo llevé al parque Chapultepec porque no teníamos dinero para más, las noches en vela cuando tenía fiebre y yo rezaba para que no fuera nada grave. Recordé cómo me prometí a mí misma que nunca le faltaría nada, aunque tuviera que trabajar doble turno limpiando oficinas en Polanco.

El celular vibró en mi bolso. Era un mensaje de mi hermana Rosa: «¿Ya llegaste con Ángel? Mándale saludos». No respondí. Sentí una punzada de vergüenza. ¿Cómo explicarle que mi hijo no me abre la puerta? ¿Que tal vez ya no me necesita?

Me levanté y volví a tocar, esta vez más fuerte. Escuché movimiento adentro: pasos apresurados, un murmullo apagado. Mi corazón se aceleró. Por fin, pensé. Pero la puerta no se abrió. Solo escuché el sonido del seguro deslizándose, como si alguien asegurara aún más la cerradura.

—Ángel… por favor…— susurré, apoyando la frente contra la madera fría.

De pronto, escuché su voz al otro lado:

—Mamá… hoy no puedo. Estoy ocupado.

Me quedé helada. No supe qué decir. ¿Ocupado? ¿Más ocupado que para abrirle la puerta a su madre? Sentí cómo se me llenaban los ojos de lágrimas.

—Solo quería traerte algo de comer… tu sopa favorita…

Silencio.

—Déjalo ahí afuera, por favor— dijo finalmente, su voz apagada.

Me quedé unos segundos más, esperando que cambiara de opinión. Pero no lo hizo. Dejé las bolsas en el suelo y bajé las escaleras despacio, como si cada peldaño pesara una tonelada.

Al salir a la calle, el sol me golpeó en la cara. Caminé sin rumbo por la colonia Roma, viendo a las familias desayunar juntas en los cafés, riendo y compartiendo pan dulce. Sentí una soledad tan grande que me dolió el pecho.

Recordé cuando Ángel era pequeño y me abrazaba fuerte después de un mal sueño. «Mamá, nunca me dejes solo», solía decirme. ¿En qué momento cambió todo? ¿Fue cuando se fue a estudiar a Monterrey y regresó tan diferente? ¿O cuando empezó a salir con esa muchacha, Mariana, que nunca me cayó bien porque siempre lo miraba como si yo fuera invisible?

Pensé en todas las veces que intenté acercarme: los mensajes sin respuesta, las llamadas cortadas con excusas de trabajo o cansancio. Me pregunté si hice algo mal, si fui demasiado protectora o demasiado exigente. Tal vez nunca debí decirle que Mariana no era para él. Tal vez debí dejarlo tomar sus propias decisiones sin meterme tanto.

Llegué al parque y me senté en una banca bajo un jacarandá florecido. Saqué el celular y marqué su número. Sonó varias veces antes de irse al buzón.

—Ángel… soy yo otra vez— dije entre sollozos—. Solo quería verte… saber cómo estás…

Colgué antes de terminar la frase. Me sentí ridícula.

Un niño pasó corriendo frente a mí, perseguido por su madre joven. Reían juntos. Sentí una punzada de celos y tristeza.

Recordé a mi propia madre, cómo discutíamos cuando yo era joven y quería salir con mis amigas en Veracruz. Ella siempre decía: «Algún día vas a entender lo que es preocuparse por un hijo». Ahora lo entiendo demasiado bien.

El sol empezó a bajar y decidí regresar a casa. Al llegar, vi las bolsas con comida aún en la entrada del edificio de Ángel. Nadie las había tocado. El pan ya estaba frío y el cheesecake sudaba dentro del recipiente plástico.

Me fui a casa con el corazón hecho trizas.

Esa noche no pude dormir. Di vueltas en la cama pensando en todo lo que hice por Ángel: los sacrificios, los desvelos, los sueños rotos para darle una vida mejor. Me pregunté si alguna vez lo valoró realmente o si solo fui una sombra cómoda en su vida.

Al día siguiente recibí un mensaje suyo: «Gracias por la comida, mamá». Eso fue todo.

Me quedé mirando la pantalla largo rato antes de responderle: «De nada, hijo».

A veces me pregunto: ¿En qué momento dejamos de ser indispensables para nuestros hijos? ¿Será que algún día entenderán todo lo que hicimos por ellos? ¿O solo somos parte del pasado que prefieren dejar atrás?

¿Ustedes qué piensan? ¿Hasta dónde debe llegar el amor de una madre? ¿Cuándo es momento de dejar ir?