El día más hermoso y más terrible: Renací entre el dolor y la esperanza
—¿Por qué no contestas, Julián? ¿Por qué te alejas justo ahora? —susurré entre dientes, apretando la sábana del hospital con una mano temblorosa, mientras la otra acariciaba la cabecita de Emiliano, mi hijo recién nacido. El olor a desinfectante y el murmullo de las enfermeras llenaban la habitación, pero yo solo podía escuchar el eco de mi propio corazón, golpeando fuerte, como si quisiera salirse del pecho.
Mi mamá, doña Teresa, estaba sentada junto a la ventana, rezando en silencio. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales con furia. Julián entró al cuarto con el celular pegado al oído y una sonrisa forzada. —Ya regreso, amor. Voy a comprar algo para ti y el bebé— dijo, evitando mirarme a los ojos. Sentí un escalofrío. Algo no estaba bien.
No sé si fue el instinto o el cansancio, pero cuando dejó su celular sobre la mesa y salió, no pude evitar tomarlo. La pantalla se encendió con una notificación: “Te extraño, mi amor. ¿Cuándo vas a dejarla?” El mensaje venía de alguien guardado como «Carla». Sentí que el mundo se partía en dos.
Las lágrimas me nublaron la vista. Mi mamá se acercó y me preguntó qué pasaba. No pude responderle. Solo le mostré el mensaje. Ella me abrazó fuerte, como cuando era niña y tenía miedo a las tormentas. —Hija, tienes que ser fuerte por Emiliano— susurró.
Las horas siguientes fueron un torbellino. Julián regresó con flores y una sonrisa hipócrita. Yo lo miré con rabia y dolor. —¿Quién es Carla?— le pregunté sin rodeos. Su cara cambió de color; primero pálido, luego rojo como un chile. —No es lo que piensas…— balbuceó.
—¿Entonces qué es? ¿Por qué te dice que la dejes? ¿Por qué justo hoy?— grité, olvidando que estaba en un hospital y que mi hijo dormía a mi lado. Las enfermeras entraron a ver qué pasaba. Julián solo bajó la cabeza y salió corriendo del cuarto.
Mi mamá intentó calmarme, pero yo sentía que me ahogaba. Todo lo que había soñado —una familia feliz, un hogar para Emiliano— se desmoronaba ante mis ojos. Me sentí sola, traicionada, humillada.
Esa noche no dormí. Miré a Emiliano durante horas, preguntándome cómo iba a salir adelante sola. Recordé las veces que Julián llegaba tarde a casa, las llamadas misteriosas, las excusas tontas. Todo cobraba sentido ahora.
Al día siguiente, Julián regresó con los ojos hinchados de llorar. Se arrodilló junto a mi cama. —Perdóname, Lucía… No sé en qué momento me perdí. Te juro que no quise hacerte daño— sollozó. Yo solo lo miré en silencio. Por dentro sentía rabia y tristeza mezcladas con un amor que se moría poco a poco.
—No sé si pueda perdonarte— le dije al fin. —Pero ahora lo único que importa es Emiliano. Si quieres ser su padre, tendrás que demostrarlo con hechos, no con palabras vacías.—
Mi mamá apoyó mi decisión. Mi papá, don Ernesto, llegó esa tarde al hospital y al enterarse de todo casi se va a los golpes con Julián en el pasillo. —¡A mi hija nadie la humilla!— gritó furioso. Las enfermeras tuvieron que intervenir.
Los días siguientes fueron un infierno. Regresé a casa con Emiliano en brazos y el corazón hecho trizas. Julián intentó quedarse en casa, pero yo lo eché al sillón del cuarto de visitas. Mi familia me apoyó en todo: mi hermana Mariana venía cada tarde a ayudarme con el bebé; mi mamá cocinaba mis platillos favoritos; mi papá me abrazaba en silencio cada vez que me veía llorar.
Pero las noches eran largas y solitarias. Emiliano lloraba y yo lloraba con él. A veces pensaba en perdonar a Julián solo para no sentirme tan sola, pero luego recordaba el mensaje de Carla y se me revolvía el estómago.
Un día recibí una llamada inesperada. Era Carla.
—Lucía… perdón por llamarte así, pero necesitaba hablar contigo— dijo con voz temblorosa.
—¿Qué quieres?— respondí fría.
—Solo quería decirte que Julián me dijo que te amaba y que nunca iba a dejarte… Yo no sabía que estabas embarazada… Si lo hubiera sabido jamás me habría metido en esto.—
Colgué sin decir nada más. Sentí lástima por ella y por mí misma. Éramos dos mujeres heridas por el mismo hombre.
Pasaron los meses y Julián intentó cambiar: dejó de ver a Carla, fue a terapia, me ayudaba con Emiliano y hasta cocinaba los domingos. Pero algo dentro de mí se había roto para siempre.
Un día, mientras paseaba con Emiliano por el parque México, vi a una pareja abrazada bajo un árbol y sentí una punzada en el pecho. Me di cuenta de que merecía ser feliz de nuevo, aunque fuera sola.
Esa noche hablé con Julián:
—Te agradezco que intentes arreglar las cosas… pero ya no puedo seguir contigo así. Necesito reencontrarme conmigo misma y ser una buena madre para Emiliano.—
Él lloró y suplicó, pero yo ya había tomado mi decisión.
Hoy han pasado dos años desde aquel día en el hospital. Vivo sola con Emiliano en un pequeño departamento en la colonia Narvarte. Trabajo duro para darle lo mejor y aunque a veces siento miedo del futuro, también siento orgullo de lo lejos que hemos llegado juntos.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres han tenido que renacer entre las cenizas del dolor? ¿Cuántas han encontrado fuerza donde creían que solo había vacío? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?