El día que contesté el teléfono de mi amiga y escuché la voz de mi esposo
—¿Por qué suena tanto tu celular, Camila? —pregunté, mientras ella salía apurada del baño, con el cabello aún goteando.
—Déjalo, seguro es mi mamá —respondió desde el pasillo, pero el teléfono seguía vibrando insistentemente sobre la mesa.
No sé qué me impulsó a tomarlo. Tal vez fue la costumbre de ayudarla en todo, o quizás una corazonada. Lo cierto es que deslicé el dedo y contesté. Al otro lado, una voz que conozco mejor que la mía susurró: “¿Ya puedo pasar? Estoy estacionado en la esquina”.
Sentí que el aire se volvía denso. Era la voz de Daniel, mi esposo. Mi mente se negó a entenderlo por un segundo eterno. —¿Daniel? —musité, apenas audible.
Silencio. Luego, un tartamudeo nervioso: —¿Quién habla?
Colgué de inmediato. Camila entró justo entonces, secándose las manos en su pantalón de pijama.
—¿Quién era? —preguntó, evitando mi mirada.
No pude responderle. Sentí que el corazón me latía en los oídos. Me senté en el sofá, apretando el celular entre las manos sudorosas. Camila se quedó parada frente a mí, pálida.
—¿Por qué Daniel te llama? —mi voz salió quebrada, casi un susurro.
Ella se mordió el labio y bajó la cabeza. El silencio se hizo insoportable. Afuera, los autos pasaban indiferentes por la avenida Insurgentes, pero dentro del departamento todo se detuvo.
—No quería que te enteraras así —dijo finalmente, con lágrimas en los ojos—. Lo siento, Mariana…
Sentí que me arrancaban el alma. Mi mejor amiga y mi esposo. No podía ser cierto. Recordé todas las veces que Camila lloró en mi hombro por su divorcio, todas las noches que Daniel llegaba tarde “por trabajo”, todas las veces que me sentí sola en mi propio matrimonio.
Me levanté tambaleando y salí del departamento sin mirar atrás. El aire de la Ciudad de México me golpeó en la cara como una bofetada. Caminé sin rumbo, entre puestos de tacos y vendedores ambulantes, mientras las lágrimas me nublaban la vista.
Esa noche no regresé a casa. Dormí en casa de mi hermana Lucía, quien me abrazó fuerte sin hacer preguntas. Al día siguiente, Daniel me llamó insistentemente. No contesté. No podía escuchar su voz sin recordar la traición.
Pasaron los días y finalmente acepté verlo. Nos encontramos en un café pequeño en Coyoacán. Él llegó nervioso, con ojeras profundas y la camisa arrugada.
—Mariana, déjame explicarte… —empezó, pero lo interrumpí.
—¿Desde cuándo? —pregunté, mirando fijamente mi café frío.
—Hace unos meses… después de la fiesta de cumpleaños de Camila —admitió, bajando la mirada—. No fue planeado. Todo se salió de control…
Sentí rabia y tristeza mezcladas en partes iguales. Recordé esa fiesta: yo había estado tan feliz de ver a Camila sonreír después de tanto dolor. Nunca imaginé que esa noche sería el inicio de mi propio infierno.
—¿La amas? —pregunté con voz temblorosa.
Daniel dudó antes de responder:
—No lo sé… Fue un error, Mariana. Te juro que no quería lastimarte…
Me reí amargamente. Siempre dicen lo mismo: “No quería lastimarte”. Como si el dolor fuera un accidente y no una consecuencia inevitable.
Regresé a casa solo para empacar algunas cosas. Mi hijo Emiliano me miró con ojos grandes y asustados.
—¿Mamá, por qué lloras? —me preguntó mientras abrazaba su peluche favorito.
No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle a un niño de seis años que su papá y su tía Camila nos habían traicionado?
Las semanas siguientes fueron un torbellino de emociones: rabia, tristeza, culpa… Incluso llegué a preguntarme si yo había hecho algo mal. En el trabajo apenas podía concentrarme; mis colegas notaron mi cambio y comenzaron a murmurar a mis espaldas.
Un día recibí un mensaje de Camila: “Perdóname. No puedo vivir con esto”. No respondí. La herida era demasiado profunda.
Mi mamá vino desde Puebla para ayudarme con Emiliano. Me preparaba café de olla y me repetía: “Mija, uno no se muere de amor ni de traición”. Pero yo sentía que sí me moría un poco cada día.
Un sábado por la tarde, mientras Emiliano dormía la siesta, Daniel llegó sin avisar. Se arrodilló frente a mí y lloró como nunca lo había visto llorar.
—Perdóname, Mariana… No quiero perderte ni perder a nuestro hijo…
Lo miré largo rato. Vi al hombre con quien soñé una vida entera y al desconocido que me rompió el corazón.
—No sé si pueda perdonarte —le dije—. Pero tampoco sé si quiero vivir con este dolor para siempre.
Esa noche escribí una carta para Camila. No era una carta de odio; era una despedida. Le agradecí por los años de amistad y le deseé que encontrara paz consigo misma. Luego bloqueé su número y eliminé nuestras fotos juntas.
La vida siguió, aunque nada volvió a ser igual. Aprendí a vivir con la ausencia y el silencio incómodo en casa cuando Daniel venía a ver a Emiliano. Empecé terapia y poco a poco recuperé mi fuerza.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿cuántas mujeres han pasado por esto en silencio? ¿Cuántas han tenido que elegir entre perdonar o empezar de nuevo? ¿Vale la pena aferrarse a lo que duele solo por miedo a estar sola?
A veces me sorprendo sonriendo otra vez, aunque sea entre lágrimas. Y cada noche abrazo fuerte a Emiliano, recordando que aún tengo mucho por qué luchar.
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Se puede volver a confiar después de una traición así?