El día que el silencio se rompió: la historia de Mariana

—¿Por qué nunca dices nada, Mariana? —La voz de Julián retumbó en la cocina, rompiendo la quietud de la mañana como un trueno inesperado.

Yo estaba sentada frente a mi taza de café, mirando el vapor que se elevaba en espirales lentas. Afuera, el bullicio de la Ciudad de México apenas comenzaba a despertar. Cerré los ojos un segundo, intentando que el aroma del café me protegiera de la tormenta que se avecinaba.

—No es que no tenga nada que decir —respondí, con voz baja—. Es que me gusta escuchar.

Julián bufó y se fue dando un portazo. Así eran nuestras mañanas últimamente: él buscando ruido, yo buscando paz. Cuando nos conocimos en la UNAM, hace ya más de diez años, él decía que mi tranquilidad era como un oasis en medio del caos. «Eres mi remanso», me susurraba en los pasillos atestados de estudiantes. Pero con los años, ese remanso se volvió para él un pantano.

La primera vez que me di cuenta de que algo iba mal fue una noche de septiembre. Había apagón en la colonia y yo encendí velas por toda la sala. Julián llegó tarde del trabajo y, al ver la penumbra y el silencio, soltó una carcajada amarga.

—¿Otra vez con tu monasterio? ¿No te aburres de tanta calma?

Me dolió. Pero no dije nada. Me limité a sonreírle y ofrecerle una taza de té. Él la rechazó y se encerró en el cuarto. Esa noche dormimos espalda con espalda.

Mi madre siempre decía que las mujeres calladas cargan dolores profundos. Quizá tenía razón. Yo callaba porque aprendí desde niña que en mi casa los gritos no resolvían nada. Mi papá se fue cuando yo tenía ocho años, dejando a mi mamá con tres hijos y una pensión miserable. Ella lloraba en silencio, y yo aprendí a hacer lo mismo.

Con Julián intenté ser diferente, pero la vida me arrastró a mis viejos hábitos. Cuando nació nuestra hija Camila, pensé que todo cambiaría. Y por un tiempo así fue: las risas de nuestra niña llenaban el departamento y hasta Julián parecía disfrutar de esa paz doméstica. Pero cuando Camila empezó la primaria y las rutinas volvieron a instalarse, el silencio regresó como un huésped incómodo.

Una tarde, mientras ayudaba a Camila con la tarea, Julián entró furioso porque había perdido un contrato importante en su trabajo de arquitecto.

—¿No vas a decir nada? ¿No te importa lo que me pasa? —gritó.

—Claro que me importa —susurré—. Pero no quiero echar más leña al fuego.

Él me miró como si fuera una extraña. Esa noche salió sin decir adónde iba y regresó al amanecer, oliendo a cigarro y desvelo.

Los meses siguientes fueron una sucesión de discusiones sordas y silencios cada vez más largos. Hasta que un día, simplemente se fue. Dejó una nota en la mesa: «No soporto más esta calma. Necesito ruido, Mariana. Necesito sentirme vivo».

Camila lloró durante semanas. Yo también, pero en silencio, como siempre. Mi mamá vino desde Puebla para ayudarme y me repetía: «Mija, los hombres a veces no entienden que el silencio también es amor».

Pasaron los meses y aprendí a vivir sola con Camila. Las mañanas volvieron a ser tranquilas: café, periódico y el murmullo lejano del tráfico. Empecé a trabajar desde casa como correctora de textos para una editorial pequeña en Coyoacán. Descubrí que podía sostenerme sin Julián, aunque doliera.

Un día recibí un mensaje suyo:

«Mariana, extraño esa paz tuya. Aquí todo es ruido y nadie escucha a nadie. ¿Cómo le haces para vivir así?»

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que mi silencio era mi escudo? Que prefería mil veces una tarde tranquila con Camila leyendo juntas en el sofá, que una discusión interminable sobre quién tiene la razón.

A veces pienso si debí haber gritado más, haber peleado por él con más fuerza. Pero luego veo a Camila dormir abrazada a su osito y entiendo que mi manera de amar es esta: silenciosa pero firme.

La familia de Julián me culpa por su partida. Su hermana Lucía me llamó hace poco:

—Mariana, deberías buscarlo. Los hombres necesitan sentir pasión.

—¿Y nosotras? —le respondí—. ¿No tenemos derecho a la paz?

Lucía colgó sin decir adiós.

En el barrio todos opinan. La señora Rosa del puesto de tamales dice que los matrimonios ahora ya no duran porque las mujeres «no saben aguantar». El señor Ernesto del abarrotes me guiña un ojo y dice: «Mejor sola que mal acompañada».

Yo solo sonrío y sigo mi camino.

A veces Julián llama para hablar con Camila. Ella le cuenta sobre sus clases de ballet y sus dibujos nuevos. Yo escucho desde la cocina, sintiendo una mezcla extraña de nostalgia y alivio.

Hace poco soñé con él: estábamos sentados en el parque México, rodeados de palomas y niños jugando fútbol. Él me miraba con tristeza y decía: «Perdón por no entender tu silencio».

Me desperté llorando.

Hoy es domingo y Camila está en casa de una amiga. Me preparo un café y abro el libro que tengo pendiente desde hace semanas. El departamento está en silencio absoluto; ni siquiera los vecinos hacen ruido hoy.

Pienso en Julián, en mi mamá, en todas las mujeres que han sido acusadas de ser «demasiado tranquilas» o «demasiado fuertes» o «demasiado algo» para los hombres que las rodean.

¿De verdad está mal buscar la paz? ¿O será que algunos solo saben amar entre gritos?

¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez que su forma de ser no cabe en el mundo ruidoso de los demás?