El día que la música se apagó: Entre el llanto de mi hija y el juicio de mi suegra
—¡Ya basta, Mariana! ¿No ves que la niña no deja de llorar porque no sabes calmarla?— El grito de mi suegra rebotó en las paredes del pequeño departamento, mezclándose con el llanto agudo de mi hija Camila. Sentí cómo la vergüenza me subía por el cuello, caliente y pegajosa como el aire de esa tarde de mayo en la Ciudad de México.
Apreté a Camila contra mi pecho, intentando que su cuerpecito tembloroso encontrara consuelo en mis brazos. Pero ella seguía llorando, con esa desesperación que solo los bebés conocen. Mi suegra, doña Teresa, cruzó los brazos y me miró como si yo fuera una niña desobediente. Mi esposo, Andrés, estaba en el trabajo, ajeno al caos que se desataba en nuestro hogar.
—¿Le diste pecho? ¿No será que tienes poca leche?— insistió doña Teresa, su voz cargada de reproche. Sentí las lágrimas ardiendo detrás de mis ojos. No quería llorar frente a ella. No quería darle ese poder.
—Ya comió, señora. Solo está inquieta— respondí, tratando de sonar firme, aunque por dentro me sentía como una hoja sacudida por el viento.
Doña Teresa bufó y se fue a la cocina, murmurando algo sobre cómo en sus tiempos los niños no lloraban tanto porque las madres sí sabían ser madres. Cerré los ojos un segundo y pensé en mi propia madre, lejos en Veracruz, demasiado lejos para abrazarme o decirme que todo iba a estar bien.
El llanto de Camila se volvió un fondo constante, como una alarma que nadie puede apagar. Caminé con ella por el pasillo, tarareando una canción de cuna que mi abuela me cantaba cuando era niña. Pero la música se ahogaba entre mis sollozos y los gritos de mi suegra desde la cocina:
—¡Vas a ver que cuando llegue Andrés le voy a decir todo! ¡A ver si así aprendes!
Me sentí sola. Sola como nunca antes. Recordé las tardes en Veracruz, cuando la vida era más simple y el mar parecía prometerme que todo dolor era pasajero. Ahora, en este departamento gris, el mar era solo un recuerdo y la maternidad una batalla diaria contra mis propias inseguridades y los juicios de los demás.
El teléfono sonó. Era Andrés.
—¿Cómo van las cosas?— preguntó con voz cansada.
—Camila no para de llorar y tu mamá dice que es mi culpa— respondí, sin poder evitar que la voz se me quebrara.
—Aguanta un poco más, amor. Ya voy para allá— dijo él, pero su tono era más resignado que tranquilizador.
Colgué y miré a Camila. Sus ojitos hinchados me partieron el alma. ¿Y si realmente era mi culpa? ¿Y si no estaba hecha para esto?
La puerta de la cocina se abrió de golpe. Doña Teresa entró con una taza de té y la dejó sobre la mesa con un golpe seco.
—Tómate esto. A ver si te calmas tú y así se calma la niña— dijo sin mirarme a los ojos.
Quise agradecerle, pero las palabras se me atoraron en la garganta. Me senté en el sillón, con Camila aún en brazos, y sorbí el té caliente mientras sentía cómo mi cuerpo temblaba de agotamiento y rabia contenida.
En ese momento recordé algo que mi madre me dijo una vez: “La maternidad es como bailar sola bajo la lluvia; nadie te enseña los pasos y todos te juzgan si te caes”.
La tarde avanzó entre susurros y silencios incómodos. Doña Teresa puso las noticias a todo volumen. Yo seguía meciendo a Camila, esperando un milagro. Cuando Andrés llegó, encontró a su madre sentada rígida frente al televisor y a mí acurrucada en el sillón, con los ojos rojos y la camiseta manchada de lágrimas y leche materna.
—¿Qué pasó aquí?— preguntó él, mirando primero a su madre y luego a mí.
Doña Teresa fue la primera en hablar:
—Te dije que Mariana no sabe cuidar a la niña. Todo el día llorando, ni una pizca de paciencia tiene.
Andrés suspiró y se acercó a mí. Me acarició el cabello y me susurró:
—No le hagas caso. Lo estás haciendo bien.
Pero yo ya no podía más. Me levanté con Camila en brazos y fui al cuarto. Cerré la puerta tras de mí y dejé que las lágrimas fluyeran libres. Me sentía derrotada, incomprendida, atrapada entre dos generaciones que nunca aprenderían a escucharse.
Esa noche, mientras Camila dormía por fin sobre mi pecho, pensé en todas las mujeres que han sentido lo mismo: ese peso invisible del juicio ajeno, esa soledad que nadie ve. Pensé en mi madre, en mi abuela, en todas las Marianas del mundo.
Al día siguiente, cuando doña Teresa volvió a hacer un comentario hiriente sobre cómo yo criaba a mi hija, algo dentro de mí cambió. La miré a los ojos y le dije:
—Señora Teresa, sé que usted quiere lo mejor para Camila. Yo también. Pero necesito que confíe en mí como madre. Estoy aprendiendo, igual que usted aprendió alguna vez.
Por primera vez vi duda en sus ojos. No respondió nada. Solo asintió levemente y salió del cuarto.
No sé si algún día lograremos entendernos del todo. Pero esa tarde aprendí que ser madre no es solo cuidar a un hijo; es también aprender a poner límites y defender tu manera de amar.
Ahora me pregunto: ¿Cuántas familias se rompen por no saber escucharse? ¿Cuántas mujeres callan su dolor por miedo al juicio? ¿Y si hoy decidiéramos hablar desde el corazón?