El día que la suerte me partió en dos: la historia de una lotería y una familia rota

—¡¿Qué hiciste, mamá?! —gritó Camila, con los ojos llenos de lágrimas y rabia, mientras mi esposo Ernesto intentaba calmarla—. ¡¿Cómo pudiste regalar todo ese dinero?!

La noticia había explotado como una bomba en nuestro pequeño departamento de Buenos Aires. Yo, Lucía Fernández, una mujer común de 48 años, había ganado el premio mayor del Loto Nacional: 1.200 millones de pesos. El boleto lo compré un martes lluvioso, después de salir del hospital donde trabajo como enfermera. Nunca pensé que la suerte me elegiría a mí, justo cuando más lo necesitábamos.

Esa noche, mientras Ernesto y yo mirábamos los números en la tele, sentí que el corazón se me salía del pecho. Él me abrazó fuerte y lloramos juntos, pensando en todo lo que podríamos hacer: pagar la hipoteca, asegurar la universidad de nuestros hijos, ayudar a mamá con sus remedios. Pero cuando la noticia se hizo pública, todo cambió.

Las llamadas no paraban. Primos lejanos, amigos de la infancia, vecinos que apenas saludaban. Todos querían algo. Pero lo peor fue dentro de casa. Camila y Tomás, nuestros hijos adolescentes, empezaron a hablar solo de autos importados, viajes a Miami y relojes de oro. Sentí un vacío en el estómago. ¿Eso era lo que les habíamos enseñado?

Esa noche no dormí. Pensé en los pacientes del hospital, en las madres que llegaban con sus hijos desnutridos, en los abuelos que no podían pagar una consulta. Pensé en mi infancia en Chaco, cuando mi papá perdió el trabajo y comíamos arroz con huevo durante semanas. ¿Qué sentido tenía tener tanto si otros no tenían nada?

A la mañana siguiente, le propuse a Ernesto donar la mayor parte del premio a causas sociales: comedores comunitarios, becas para estudiantes pobres, hospitales públicos. Él me miró largo rato y luego asintió con lágrimas en los ojos.

—Es lo correcto —susurró—. Pero nuestros hijos no lo van a entender.

No lo entendieron. Camila dejó de hablarme por semanas. Tomás me acusó de arruinarle la vida. Mis suegros me llamaron «loca» y mi propia madre me preguntó si estaba segura de lo que hacía.

—Mamá —me dijo Camila una noche—, ¿por qué no pensaste en nosotros primero? ¿Por qué siempre tenemos que ser los salvadores?

No supe qué responderle. Solo pude abrazarla mientras ella lloraba en silencio.

Los medios se enteraron y nos buscaron para entrevistas. Algunos nos llamaron héroes; otros, tontos. En las redes sociales nos insultaban o nos alababan. Yo solo quería paz.

Con el dinero donado, ayudamos a construir un centro de salud en Villa Itatí y financiamos becas para chicas del interior que soñaban con ser médicas. Recibí cartas de agradecimiento y vi sonrisas sinceras por primera vez en años. Pero en casa, el ambiente era frío.

Ernesto intentaba mediar:

—Chicos, entiendan que esto es más grande que nosotros…

Pero ellos solo veían lo que habían perdido: la promesa de una vida fácil.

Un día, Tomás llegó borracho a casa después de una fiesta. Me gritó que yo era una egoísta, que nunca pensaba en su felicidad. Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme dormida en el suelo.

Pasaron los meses y las heridas seguían abiertas. A veces me preguntaba si había sido demasiado dura, si debí guardar más para ellos. Pero cada vez que veía a una madre salir del hospital con su hijo sano gracias al nuevo equipo donado, sentía un poco de alivio.

Un domingo cualquiera, Camila se sentó a mi lado mientras preparaba mate.

—Mamá… ¿alguna vez te arrepentiste?

Me quedé callada un momento.

—A veces —le confesé—. Pero creo que si no hubiera hecho esto, me habría arrepentido aún más.

Ella suspiró y apoyó su cabeza en mi hombro.

Hoy mis hijos siguen luchando con la idea de que renunciamos a una vida de lujos por ayudar a otros. A veces pienso que el verdadero premio no fue el dinero, sino la oportunidad de mostrarles otro camino… aunque duela.

¿Ustedes qué harían? ¿Vale la pena sacrificar el bienestar inmediato de tu familia por un bien mayor? ¿O fui demasiado idealista? Los leo.