El día que la vida me cambió: Cuidando a Doña Carmen

—¿Me puede hacer un favor, señora Teresa? —la voz de Julián, mi vecino de toda la vida, temblaba en el pasillo mientras yo trataba de acomodar las bolsas del mercado. Era un martes caluroso en Monterrey y yo solo pensaba en llegar a casa, ponerme las pantuflas y ver las fotos de mi nieta recién nacida.

—Claro, Julián, dígame —respondí, aunque por dentro solo quería descansar. Desde que me jubilé como maestra, soñaba con tardes tranquilas, pero la vida tenía otros planes.

—Es que… mi mamá está muy mal. No puedo dejarla sola y tengo que salir a trabajar. ¿Podría usted pasar a verla unas horas al día? Se lo agradecería mucho.

Sentí un nudo en el estómago. Doña Carmen siempre fue amable conmigo, pero cuidar a una persona enferma no era lo que imaginé para mis días dorados. Dudé unos segundos. Pensé en mi hija, en mi nieta, en los paseos que había planeado. Pero también pensé en todas las veces que Julián me ayudó con cosas pequeñas: cambiar un foco, cargar el garrafón de agua, llevarme al médico cuando me caí el año pasado.

—Está bien, Julián. Haré lo que pueda —le dije, sin saber que esa decisión cambiaría mi vida.

La primera vez que entré al cuarto de Doña Carmen, sentí un olor a medicinas y humedad. Ella estaba recostada, con la mirada perdida en el techo.

—Buenos días, Doña Carmen —saludé con una sonrisa forzada.

—¿Quién eres? —preguntó con voz ronca.

—Soy Teresa, su vecina. Vengo a acompañarla un rato.

Ella no respondió. Solo giró la cabeza hacia la ventana y suspiró. Me senté a su lado y saqué mi tejido para no sentirme tan incómoda. Pasaron los minutos en silencio hasta que escuché un sollozo ahogado. Me acerqué y vi lágrimas rodando por sus mejillas.

—¿Quiere que le lea algo? —pregunté suavemente.

—No quiero molestarla… —susurró.

—No es molestia. Además, no tengo nada mejor que hacer —mentí.

Así empezó nuestra rutina. Cada día llegaba con un libro distinto o le contaba historias de mi infancia en San Luis Potosí. Poco a poco, Doña Carmen comenzó a hablarme de su juventud, de cómo llegó a Monterrey con su esposo buscando trabajo, de los sacrificios que hizo por sus hijos. A veces reía; otras veces lloraba recordando a los que ya no estaban.

Un día, mientras le daba de comer, me confesó:

—A veces siento que ya no sirvo para nada. Que soy una carga para Julián… y ahora para usted.

Me dolió escucharla porque yo también había sentido eso desde que me jubilé. Como si el mundo ya no tuviera un lugar para nosotras.

—No diga eso, Doña Carmen. Usted ha dado mucho por su familia. Ahora le toca recibir cariño —le respondí, aunque yo misma necesitaba creerlo.

Pero no todo era ternura. Había días en que Doña Carmen se negaba a comer o se ponía agresiva. Una tarde tiró el plato al suelo y gritó:

—¡Déjame en paz! ¡No quiero vivir así!

Me quedé paralizada. Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué tenía que pasar por esto? ¿Por qué su familia no podía turnarse para cuidarla? Esa noche lloré sola en mi cuarto, preguntándome si estaba haciendo lo correcto.

Las semanas pasaron y empecé a notar cómo mi propia familia se resentía. Mi hija Lucía me reclamaba por teléfono:

—Mamá, ¿por qué pasas tanto tiempo allá? Apenas te vemos. Tu nieta te extraña.

Yo también las extrañaba, pero sentía una responsabilidad con Doña Carmen. Era como si cuidar de ella me diera un propósito nuevo, aunque me estuviera alejando de los míos.

Un domingo, Julián llegó antes de lo habitual y me encontró peinando a su madre.

—Señora Teresa… no sé cómo agradecerle todo esto —dijo con los ojos llenos de lágrimas.

—Solo hago lo que puedo —respondí, sintiendo una mezcla de orgullo y cansancio.

Esa noche soñé con mi propia madre, ya fallecida. La vi sentada en la cocina, sonriéndome como cuando era niña. Al despertar entendí algo: todos necesitamos sentirnos útiles y amados hasta el final.

Pero la tensión familiar crecía. Lucía llegó un día sin avisar y me encontró limpiando la habitación de Doña Carmen.

—¿Y tu vida, mamá? ¿Y tus sueños? ¿Vas a sacrificarte siempre por los demás?

No supe qué responderle. ¿Era egoísmo querer ayudar? ¿O era egoísmo dejar sola a una mujer indefensa?

El tiempo pasó volando entre medicinas, charlas y silencios incómodos. Un día Doña Carmen me tomó la mano y susurró:

—Gracias por no dejarme sola.

Sentí una paz inmensa. Por primera vez desde mi jubilación, sentí que mi vida tenía sentido otra vez.

Hoy miro atrás y veo todo lo que aprendí: sobre la fragilidad humana, sobre el valor del tiempo compartido y sobre los límites del sacrificio personal. No sé si tomé siempre las mejores decisiones, pero sé que di lo mejor de mí.

A veces me pregunto: ¿cuántas Teresas hay allá afuera sintiéndose solas o inútiles después de una vida de trabajo? ¿Cuántos hijos olvidan que sus padres también necesitan ser cuidados y escuchados?

¿Y ustedes? ¿Qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Hasta dónde llega el deber con los demás antes de olvidarnos de nosotros mismos?